lunes, 28 de mayo de 2012

Disolución (I)

 Día 29 de Noviembre. Valencia. España.

            Oscar no había podido dormir en esos dos días que llevaba allí metido. La angustia lo atenazaba por dentro. Desde pequeño, siempre había tenido miedo al fin del mundo y todas esas “Tonterías catastrofistas” como decía su madre. A él le aterraba la idea de que el equilibrio de su circulo familiar se viese amenazado por algo superior a él, como un tornado, una inundación, un terremoto. Le aterraba la idea de tener que dejar su casa o perder a sus padres para siempre. Le aterraba un cambio tan brusco y radical en su vida. Más tarde se alistó en el ejército para ayudar económicamente a su familia. Pero en el fondo,  Oscar lo que más le interesaba era superar sus miedos. Ser una persona totalmente libre emocionalmente y para ello, sabía que debía vencer todos sus miedos y vaya que si los venció. La instrucción fue muy dura pero cada noche cuando se acostaba en aquella fría litera del cuartel, sentía que había hecho algo productivo. Sentía que se estaba cambiando a si mismo y eso era algo que le reconfortaba muchísimo. Sus miedos desaparecieron rápida y gradualmente, dejando a su paso una sensación de autosuficiencia y seguridad muy agradables.

            Ahora en aquel comedor mugriento, con olor a comida podrida y sangre seca, no le preocupaba si estaba solo o si se encontraba en una situación delicada. Lo que realmente le preocupaba, era si su núcleo familiar había sido destruido para siempre. Eso era lo que le angustiaba, encontrarse solo sin tener un lugar o alguien con quien regresar.

            Volvió a recordar aquel día como llevaba haciendo dos noches atrás. No sabía muy bien porque lo hacía. Seguramente, trataba de darse seguridad a si mismo de que su novia y su suegro estarían bien tras dejarlos atrás aquel día. Repasaba una y otra vez la escena, para auto-convencerse, de que todo saldría bien.

>>El “Día Zero” se encontraba en una de las carpas de salvamente que se extendían por toda la ciudad, además de todo el país, para socorrer a los heridos frente al ataque de las ratas. Había pasado una semana y la gente ya volvía a sus casas con normalidad. Únicamente se acercaban a los puestos de salvamento para recibir las curas diarias o conseguir vendajes y medicamentos. Oscar se encargaba de conducir uno de los muchos camiones de suministros. A diario se encargaba de transportar una gran variedad de útiles desde la base hasta las carpas. Mientras conducía de camino a la base para pasar revisión y hacer inventario de los recursos transportados aquella jornada, la radio comenzó a emitir un inquietante mensaje.

-¡¡Se han vuelto todos locos, solicito refuerzos!! –Apenas había protocolo o códigos de comunicación. La voz de aquel hombre sonaba desesperada, perdiendo las formas a cada palabra.

-Aquí campamento nº 23 a todas las unidades. Hay un agente herido y varias bajas. Solicitamos apoyo militar. ¡Se lo están comiendo vivo! ¡¿Pero que cojones pasa aquí?! Aquí campamento n23 a… ¡No de un paso más! ¡Manténgase dentro del cordón de seguridad!..–De fondo se escuchaba toda una jauría de gritos y disparos. Parecía que habían empezado las fallas antes de tiempo en Valencia. -¡Atrás, Atraaas! –La comunicación se corto con un espantoso sonido de disparo.

>>Oscar fue contagiado del histerismo que transmitían aquellas voces. La radio no dejaba de sonar. Primero sintió algo de curiosidad por saber que estaba pasando. Pero luego comprobó horrorizado que la gran mayoría de los campamentos de salvamento que estaban en Valencia estaban solicitando refuerzos. Había un dramatismo crudo en el ambiente mientras escuchaba los relatos de aquellas personas e incluso de compañeros. Algo realmente inquietante. ¿Mordiscos, locos comiéndose a personas? Sonaba a película de terror y lo peor de todo es que no podía tratarse de una broma.

>>El último mensaje que escuchó provenía del campamento que estaba a unas manzanas de la tienda donde Olga, su prometida, y su padre Pepe trabajaban. Después escucho órdenes desde la base donde trabajaba, donde se advertía de una retirada inmediata de todas las unidades movilizadas para el salvamento. Quien no estuviese en menos de dos horas en la base sería considerado enemigo y abrirían fuego contra él. Oscar se estremeció. Nunca había recibido una orden semejante. Sonaba incluso incoherente. Si precisamente estaban pidiendo refuerzos, ¿Cómo se iban a retirar todos?

>>Algo en la carretera desierta lo sacó de sus pensamientos. Un hombre estaba inmóvil justo delante de su camión. Estaba demasiado cerca para frenar y el parabrisas quedo salpicado de vísceras  y sangre. El chirrido de los neumáticos fue ensordecedor y punto estuvo de perder el control del camión.

-¡Mierda, mierda, mierda! –El sudor empapó su frente y bajó a toda prisa para ver que había pasado. -¿Pero estamos locos o que? Joder… ¡La he cagado joder!- Dijo mientras daba un portazo y corría hacia donde estaba el fardo que había atropellado. El cuerpo de aquel hombre había quedado totalmente destrozado. Todo empezó a darle vueltas a Oscar. Había sido entrenado para soportar cualquier cosa. Tenía un estomago de acero. Pero nunca había matado a un hombre. Nunca había visto un cadáver a pesar de estar en el ejército.

>>No supo como reaccionar. Salió corriendo de allí. Nadie lo había visto y si limpiaba la sangre del camión, nadie podría relacionarlo con la muerte. Mientras corría hacia el camión, tubo que parar un momento para arrojar. Los nervios se lo estaban comiendo por dentro. Volvió a girarse para ver el cadáver y vio a dos hombres más que lo observaban de cerca. Ni siquiera se preguntó de donde habían aparecido. Únicamente sintió todo el peso de la ley sobre su cabeza. Si aquellas personas lo habían visto, que era casi seguro, iría a la cárcel. Lo denunciarían. De modo que no podía dejar las cosas como estaban y huir con su camión. Debía prestar socorro para que al menos pareciese un accidente.

>>Volvió a acercarse donde se encontraba el cadáver.

-No se preocupen, pediré ayuda enseguida. Soy del ejercito. –Que tontería acababa de decir, se dijo a si mismo. ¿Cómo no iban a reconocer que era un militar si vestía con el uniforme? -¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha quedado quieto en mitad de la carretera? –Era lo más lógico. Guerra preventiva. Si alegaba que la victima se había lanzado contra el camión, tendría una posibilidad. Lo mejor era aparentar profesionalidad.

>>Oscar continuó acercándose. Ya tenía todo controlado en su cabeza. Había sido un accidente. Se convenció a si mismo. Esas dos personas estaban más alteradas que él, puesto que ni siquiera contestaban. Se limitaban a mirarlo. Apenas podían articular palabra se dijo a si mismo. Sus miradas estaban llenas de temor. Un temor casi salvaje. Cuando apenas faltaban unos veinte metros para llegar de nuevo al lugar del accidente. Los dos hombres arrancaron a correr hacia su dirección.

-Tranquilos, avisaré por radio y vendrá un equipo de salvamento. ¿Ustedes están bien? –Alzó los brazos para tranquilizarlos, pero ninguno de los dos emitió palabra alguna. Continuaron corriendo hacia él. Oscar se fijo en su modo de correr. Parecía que huían de algo. Iban demasiado deprisa para querer acercarse hasta el militar a pedir socorro. Ahora que los veía más de cerca, aquellos hombres no parecían normales. Quizá se habían escapado de algún psiquiátrico los tres y por eso aquel loco se había quedado quieto frente al camión.

>>Algo puso sobre aviso a Oscar. ¿Y si querían reprender contra él por haber atropellado a su amigo? La ciudad estaba toda en el caos y quizá estos hombres también estarían nerviosos por algo. Estaban muy cerca y fue entonces cuando vio que sus rostros estaban teñidos de sangre. Sus ojos no mostraban miedo o cólera. ¡Estaban ausentes de toda humanidad! Se podía sentir que únicamente querían hacerle daño.

>>El primero se abalanzó contra Oscar sin que pudiese reaccionar. El hombre gritaba histéricamente y esto le hizo pensar a Oscar que quizá había atropellado al hijo de este y por eso estaba así. No había que perder los pocos nervios que le quedaban. Se zafó de su agarre y lo tiró al suelo. El otro trató de lanzarle un golpe amorfo. Como si quisiera arañarle.

-Tranquilícense por favor. Todo saldrá bien. –Dijo tratando de alejarse un poco y ganar distancia. Pero no contestaron. Volvieron a la carga a por él. Querían despedazarlo. Estaban muy enfadados. -¡Por el amor de Dios, ha sido un accidente maldita sea! –Dijo mientras corría en círculos para evitar que le atacasen. La ausencia de dialogo fue lo que puso nervioso de verdad a Oscar. Aquellos hombres estaban convencidos en matarle por lo que había hecho. No había palabra que mediar con él. Fue entonces cuando recordó los avisos por radio.

 “Están todos locos… Se están comiendo a un policía”

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viernes, 25 de mayo de 2012

Tenemos que salir de aquí. (II)

Por fin, abrió la puerta un palmo. Lo suficiente para meter la cabeza y mirar al exterior. El tiempo se congeló en los ojos de Robert mientras esperaba a que su compañero emitiera un veredicto. Juan dio un espasmo y volvió a quedarse quieto.

-¿Qué ocurre, hay alguien o no? –Preguntó en voz baja mientras se acercaba lentamente hasta su compañero. Este, parecía concentrado en algo pues no prestaba atención a lo que Robert le decía. –Vamos, no me tengas en ascuas. –Pero Juan seguía sin responder. –Diablos Juan, dime algo. –Pero Juan ni siquiera le hacia señas con la mano para que se callase. De pronto un escalofrió y una tremenda sensación de soledad inundaron a Robert. Ahora se daba cuenta de que su amigo, estaba demasiado concentrado. Demasiado quieto…

Se acercó un poco más hacia su compañero, sintiendo los latidos de su corazón golpeándole en el pecho. El silencio se hizo insufrible. Tan intenso que Robert podía escuchar el propio silencio.

-¿Juan…Juan? –Preguntó con la garganta reseca. Nadie contestó.

En un intento desesperado por romper aquel mal sueño, aquella broma de mal gusto que le estaba gastando su amigo, se armó de valor y apoyó una mano en la espalda de Juan. Pero éste cayó al suelo produciendo un ruido sordo y abriendo la puerta de par en par. Su cabeza había desaparecido, arrancada de cuajo y el pasillo se encontraba inundado de sangre. Robert cayó al suelo totalmente petrificado de terror, Pues un hombre se alzaba imponente a un metro de distancia, asiendo la cabeza de su amigo con una mano. El rostro de Juan era horrible. Daba la sensación de ser una simple mascará vacía y sus ojos lo miraban fijamente. Antes de que la visión de Robert se nublase para dar paso al instinto de supervivencia más primitivo, pudo observar como la cabeza de su amigo, todavía parpadeaba. El hombre que sostenía la cabeza de esté, la lanzó violentamente contra Robert seguido de un alarido espeluznante, haciéndolo levantarse de un salto y retroceder hasta quedarse arrinconado en la pared de la habitación, mientras contemplaba como la cabeza había quedado aplastada cual sandía.

Aquel monstruo corrió violentamente hacia él para devorarlo. Robert reaccionó y corrió para refugiarse en una de las camillas para realizar radiografías, como único escudo contra aquel ser demente. El monstruo gritaba y escupía sangre a cada chirrido que emanaba de su garganta. Robert se puso tan histérico que empezó a reír nerviosamente mientras corría en dirección opuesta a la que se acercaba aquel loco. Si este intentaba alcanzarlo por la derecha, Robert corría hacia la izquierda interponiendo siempre la pesada camilla de la sala. Con un poco de suerte el monstruo lo perseguiría de tal forma que la salida quedaría a espaldas de Robert y podría huir por allí. Pero entonces entró otro de aquellos seres y lo rodearon. La risa de Robert se convirtió en carcajadas. Aquello parecía otro mal sueño, demasiado surrealista para ser cierto.

Estaba totalmente rodeado. Uno de ellos, el que acababa de entrar, se subió de un salto casi inhumano a la camilla y lo amenazó con los brazos, mientras el otro se acercaba por la derecha. La salida quedaba a la izquierda. Un brillo de esperanza azotó a Robert. Corrió hacia la salida, pero su cuerpo se detuvo en seco instintivamente al sentir que el monstruo que estaba arriba de la camilla se abalanzaba sobre él para impedirle la salida. Salió disparado contra la pared y se estampó de lleno, dándole a Robert las centésimas de segundo necesarias para salir de aquella horrible habitación. Corrió por el pasillo en dirección a la salida pero el suelo estaba lleno de sangre y resbaló, cayendo de espaldas al suelo. Justo en ese momento otro de aquellos chiflados atravesaba una ventana para abalanzarse contra él. Robert dio mil gracias al haberse resbalado y se levantó rápidamente para salir corriendo en la otra dirección, donde se ceñían sobre él los otros dos que se habían quedado atrás en la sala de rayos “X”. Robert apretó el paso y se tiró en plancha sobre los pies de uno de ellos. La sangre favoreció que el barrido fuese más potente y su agresor salió disparado de cabeza contra el que lo seguía de espaldas. Robert se levantó casi sin saber lo que hacía y corrió entonces para alcanzar otra de las salidas del hospital.

Todo pasó muy deprisa, Robert era conducido por una fuerza misteriosa que lo hacia sentirse unido a la dinámica de la persecución. Ya no era él quien corría sino su verdadero  instinto primitivo. Se sentía como un gato aterrorizado huyendo de sus captores. Los gritos de aquellas personas, si es que todavía eran personas, eran horribles y dotaban de un dramatismo asfixiante al ambiente del hospital y el eco era ensordecedor.  Ahora las paredes blancas ya no daban la sensación de higiene y seguridad, sino que hacían que Robert se sintiese en una jaula fruto de la decadencia humana. Aquellos seres eran muy rápidos y le recortaban distancia a cada zancada. Por fin consiguió salir al exterior. Robert no sabía a donde correr o donde esconderse y esto hizo que la esperanza se convirtiese en desolación. Para colmo eran más rápidos que él y la desolación pasó a convertirse en desesperación. Quería vivir. Tenía que vivir. Él no había hecho nada y no entendía porque lo perseguían como a un perro.

A la carrera, se le sumaron tres más de aquellas cosas. Cada grito diezmaba la voluntad de Robert. Sus piernas empezaban a fallarle y maldijo por vez primera que no se hiciese hincapié en la forma física en el Aikido. Tantos años entrenando las formas blandas y la “no-resistencia” habían hecho de Robert un ser flexible y paciente y con un gran crecimiento espiritual. Pero eso ahora, más que ayudarle le estorbaba. Su cuerpo estaba fofo y sus piernas no aguantarían mucho más el ritmo al que lo sometía la voluntad de vivir. ¿Dónde estaba el “ki” cuando más lo necesitaba?

Robert giró entonces por una calle aprovechando la perdida de visibilidad, se introdujo casi a la velocidad de la luz en un contenedor de basura, con la esperanza de haberse introducido lo suficientemente rápido para que no le hubiesen visto sus perseguidores. Robert se mordió el brazo para que no escuchasen sus gemidos desde el exterior. Esta era su última jugada. Si lo encontraban, no habría escapatoria. El aire palpitaba al son del caballo desbocado que había en el pecho de Robert. El aire era asfixiante por el hedor y Robert sintió nauseas por el esfuerzo y el aire pútrido que inundaba sus bronquios abiertos.

La tensión aumentó hasta límites insospechados cuando escucho pasos cerca del contenedor. Robert permaneció entonces inmóvil, casi evadiéndose de la realidad. Si lo veían se haría el muerto como última esperanza para que no le hiciesen daño. Era un instinto básico que tenía desde pequeño cuando se tapaba con la manta como protección contra sus fantasmas de la oscuridad.

Podía sentir como los monstruos que lo perseguían olfateaban el aire para buscarlo. El corazón de Robert no aguantaría mucho más ese ritmo, pensó. Estaba al borde del colapso. Sus pulsaciones eran tan fuertes y rápidas que calculó que tendría unas 200 pulsaciones por minuto. Estaban ahí fuera, eran más de cinco contra uno y le harían lo mismo que a Juan si lo descubrían. ¿Y si ya sabían que estaba allí dentro?

Pero algo en su interior se relajó cuando escucho por fin como se alejaban de su escondite. Seguramente el hedor de ahí dentro impidió que localizasen su olor. Eso ya no le importaba. Estaba a salvo de momento. El problema sería salir de allí…

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martes, 22 de mayo de 2012

Tenemos que salir de aquí. (I)

-Veamos como evoluciona el paciente. –Se dijo Robert mientras abría la puerta.
Las constantes vitales de aquel hombre eran regulares y un monótono pitido lo demostraba. Al parecer el ataque de las ratas lo había sorprendido en su camión. Aquel día hubo muchos accidentes y Alfredo fue uno de los que le toco tener uno de tantos. Robert todavía recordaba el estado en el que había llegado su paciente. Los bomberos habían tenido que serrar el techo de la cabina del camión para sacarlo. Una suerte que estuviese vivo, aunque fuese en coma. En los siete días desde su llegada al hospital, Alfredo no había recibido ni una visita y eso era algo que Robert sentía mucho. Por una parte, se sentía identificado con este paciente en particular. Comprendía la soledad de aquel camionero, sin familia, sin nada. Simplemente trabajar y vivir. A Robert le gustaba dedicar unos minutos a conversar a solas con aquel hombre, pues aunque supiese que estando en coma no podría contestarle, una parte de él le decía que al menos en aquellos instantes, ambos dejarían de estar solos.
               
-Bien, parece que vas mejorando Alfred. Cuando despiertes te invitaré a una cerveza. –Le dijo mientras anotaba un par de datos técnicos en su libreta. Robert era un hombre sencillo. Algo solitario pero amble. Le gustaba hacer que sus pacientes se sintiesen a gusto. Hacerles reír, quitarle hierro al drama que pudiesen tener aquellas pobres personas que debía de pasar, no por gusto, un par de días en el hospital por alguna dolencia.

De pronto un dedo tembló en la mano derecha de Alfred. Robert abrió mucho los ojos y luego, esbozando un semblante serio y profesional, volvió a mirar los aparatos de medición de las constantes vitales. Algo dentro de Robert se colmó de alegría. Ese hombre iba a salir del coma en tan solo una semana, de modo que no necesitaría apenas rehabilitación ni sufriría secuelas en su cerebro.

En esto estaba pensando Robert, cuando de pronto Alfred levantó completamente su tronco superior de la camilla. Su pulso y respiración se dispararon haciendo sonar las alarmas de las enfermeras. Robert, en sus quince años de profesión, jamás había visto una recuperación tan brusca. Alfred respiraba frenéticamente y sus ojos estaban abiertos como platos. Robert decidió entonces salir de la habitación y pedir ayuda a las enfermeras. Debía suministrarse un ansiolítico de inmediato o de lo contrario sufriría una parada cardíaca debido al shock tan repentino. El cuerpo humano no tolera bien los cambios bruscos y mucho menos si son veloces.

Salió al pasillo central buscando una enfermera, cuando de repente vio a dos pacientes todavía en bata y el culo al aire entrar en la sala de neonatos. Allí había una enfermera que les impediría pasar y les obligaría a volver a sus habitaciones.

-Ustedes no pueden estar aquí, vuelvan a sus… ¡Ahhhh! –Un grito ahogado y el sonido de cosas cayendo al suelo alertaron a Robert.


Corrió para socorrer a la enfermera ante tal atropello y cuando abrió la puerta observó como aquellos delincuentes habían dejado toda la habitación patas arriba. Un par de incubadoras se encontraban rotas y un reguero de sangre inundaba el recorrido. La enfermera estaba en el suelo pero tenía la tripa totalmente abierta como si de una rana diseccionada se tratase. Robert, confuso, buscó con la mirada donde se habían metido esos dos individuos. Sus años como aikidoka le obligaron a superar el horro que sentía al haber visto a la enfermera descuartizada. Sin duda debía detenerlos, reducirlos y avisar a seguridad. Pero cuando su mirada y la de ellos se cruzaron, el horror se hizo insoportable.

Los dos intrusos se encontraban agazapados uno frente al otro devorando un pequeño fardo de carne. Robert totalmente desorientado ante lo que veía, miró más de cerca y vio que aquellos fardos de carne, no eran otra cosa sino bebes recién nacidos.

Un grito de espanto despertó de su festín a uno de aquellos monstruos que lo miró fijamente con ojos inyectados en sangre y la cara totalmente manchada de sangre.

El horror se hizo insoportable cuando el monstruo se incorporó para abalanzarse sobre Robert.

-Robert despierta…. No grites. Solo es una pesadilla. –Le decía una voz.

Robert se incorporo totalmente empapado en sudor con los ojos desorbitados.

-¿Dónde estoy? –Preguntó

-Tranquilo, estas en el hospital, en la sala de rayos X pero si gritas, pronto estaremos en los estómagos de esos locos de ahí fuera. –Dijo su amigo señalando la puerta que daba a los pasillos. –Tío, si sigues teniendo esas pesadillas, acabaran por oírnos.
Por fin comenzó a recordar y a orientarse. Se encontraba encerrado junto a su compañero Juan. Habían pasado dos días desde aquel incidente.

-Sí… otra vez esas imágenes, esas pesadillas… No pedo quitármelas de la cabeza Juan. Creo que me estoy volviendo loco.

-Tranquilo, es normal. Cuando te saqué de la sala de Neonatos estabas pálido y por poco se hacen contigo esos cabrones. Yo, por suerte o por desgracia, no tuve tiempo de ver nada solo vi como le daban una paliza a el tío de seguridad y corrí para avisarte. Fue entonces cuando te encontré y salimos pitando. Dios… -Hizo una pausa abatido en sus recuerdos. Esto es horrible. No sé ni como conseguimos escapar y encerrarnos aquí.

-Me lo has contado mil veces. Esto es una locura. ¿Qué coño son esas cosas? ¿Terroristas, una secta satánica de caníbales? Ayer creía que llegaría algún tipo de ayuda… No sé… El ejército o algo. Pero me preocupa no saber nada del exterior. –Dijo Robert preocupado.

-Eso no es lo peor. Llevamos aquí dos días y en esta sala no hay alimentos ni bebida. Me duele la cabeza por la deshidratación. Hambre no tengo, porque de los nervios se me ha quitado, pero si no encontramos agua pronto, moriremos deshidratados.

-Lo sé… debemos salir de aquí como sea. Pero si no ha llegado la ayuda, significa que ahí fuera, en la calle todo está igual que aquí dentro. ¿Habrá sido un golpe de estado o algo así?

-No tengo ni idea. Pero esos tíos no parecían ni siquiera humanos. Sus movimientos estaban ausentes de inteligencia. Eran como animales.

Robert se echó a reír.

-Vamos hombre, seamos coherentes. ¿Quieres decirme que estamos bajo una invasión de zombis? –Volvió a reír Robert.

-Yo no he dicho eso, pero a veces, la realidad supera la ficción. ¿Y si las ratas huyesen de un virus o de monstruos como los que viste en la sala de Neonatos? –Tras decir esto, Robert adoptó un semblante ceniciento al recordar aquella horrible escena. -¿Acaso lo que te ocurrió en aquella habitación tenía algo de “coherente”? –Preguntó inquisitivo Juan.

-Quizá… quizá tengas razón. Pero los análisis de Alfred, no mostraron la presencia de ningún virus. ¡Ni siquiera un constipado! Incluso el virus VIH, que puede estar latente durante años en una persona, se detecta en los análisis.


-¿Intentas decirme que sería un virus fantasma? Vamos Robert... Tanto tú como yo sabemos que la medicina actual, tiene infinidad de fallos. Existen enfermedades muy extrañas que son imposibles de diagnosticar, donde la única solución es aplicar un tratamiento sintomático. Pero ambos sabemos que el problema no es que sea una enfermedad extraña, si no que es una enfermedad que no conoce la medicina moderna.

-Aunque existan enfermedades extrañas, estas presentan síntomas. –Robert se llevó las manos a la cabeza. –Es imposible que un virus permanezca latente en la sangre durante una semana y luego muestre sus síntomas tan repentinamente sin ninguna reacción por parte del cuerpo como fiebre o vómitos. –Sacudió la cabeza, perturbado. –Es imposible te digo.

-No tiene otra explicación Robert. Es demasiada coincidencia que una semana después del ataque de las ratas, se produzcan tres casos del mismo brote en este hospital. ¿Es que esas tres personas daban la casualidad de que estaban chifladas? ¿Dónde has visto una persona que se levante de estar una semana en coma y tenga una crisis de ansiedad severa?

-Admito que no lo sé. Pero es imposible que un virus inhiba las capacidades físicas y mentales de una persona y mucho menos que lo haga comportarse de una manera tan violenta. Incluso cuando estás contagiado con la Rabia, el virus tarda casi un año en incubarse y después hacen falta unas dos o tres semanas para que afecte al cerebro y el paciente muestre síntomas de hiperactividad o depresión. –Volvió a recordar los sucesos del “Día Zero” y reprimió una arcada. –Pero de ahí, a despertarte un día y no ser consciente siquiera de que estas devorando a un recién nacido… Es imposible te digo. Esto debe ser alguna secta o alguna organización terrorista. Pero es imposible que la naturaleza, haya creado por si sola un virus tan letal y sigiloso.

-Sea como sea Robert, tenemos que salir de aquí antes de que nos pudramos con tanta teoría. –Sentencio para cambiar de tema.

-No podemos salir de aquí. No sabemos que nos harán si nos cogen.

-De todas formas vamos a morir si no lo hacemos. Si nos quedamos aquí una noche más, moriremos deshidratados o empezaremos a pensar en comernos mutuamente por el hambre y la sed. De modo que yo voy a salir. Si muero, al menos quiero hacerlo luchando por sobrevivir. –Sentenció Juan.

-Tienes razón. Al menos podríamos abrir la puerta para ver si está despejado el pasillo.

Juan se levantó pesadamente y Robert se incorporó quedándose en una postura agazapada. No se escuchaba ni un solo ruido en todo el hospital. El ambiente era totalmente asfixiante. Juan se acercó poco a poco a la puerta y apoyó la mano en el pomo. Tragó saliva, miro a Robert y este asintió con la cabeza. La tensión era insoportable. A medida que Juan abría poco a poco la puerta, el miedo y el terror se hacia más agobiante. Robert y Juan sintieron un nudo en el estómago cuando la puerta emitió un ligero chirrido que, con el silencio que allí reinaba, parecía un sonido atronador.

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domingo, 20 de mayo de 2012

El Luto (II)

Saito fue el primero en romper el duelo. Estando de rodillas, apoyó las manos creando un triángulo en el suelo y apoyó su frente en el pavimento frío de mármol. Ikari salió inmediatamente de su trance e hizo lo propio. Dieron tres palmadas y repitieron la reverencia. Saito se levantó más pesada mente todavía. Su cuerpo estaba rígido al haber permanecido inmóvil durante el resto de la noche. No sabían qué hora era. Ya no importaba la manera de medir el tiempo. A partir de ahora la hora se mediría en horas de luz u horas de oscuridad. Las horas de oscuridad eran peligrosas y debían evitarse pasarlas en la calle. Las horas de luz, eran ideales para poder explorar las calles en busca de alimentos, pero primero debían asegurarse de que podían salir del edificio de un manera segura.

Saito salió al balcón a inspeccionar las calles. La ventaja de vivir en un séptimo piso, era que gozaba de una vista panorámica de toda la avenida donde ellos vivían. El problema era que el acceso a la calle era más peligroso que vivir en un primer piso, pues podrían estar rezagados algunos de los seres que los perseguían la noche anterior en alguno de los pisos, dando por supuesto que aunque el ascensor funcionase, usarlo podría transformarse en un ataúd de metal.

La avenida parecía despejada. Los campamentos que los militares habían colocado allí estaban desiertos. Quizá se ocultase alguna bestia entre las caravanas, pero podía ser un suministro de medicamentos casi inagotable. Debía llegar allí antes de que otros lo vaciasen por completo. El problema era como salir de allí. Debido a la barricada improvisada que se alzaba entre el comedor y la puerta de salida de la casa, era imposible mirar siquiera por la mirilla para ver si aquellos seres se habían dispersado o todavía acechaban pacientemente. Lo apropiado sería esperar un día más. Pero aquellos medicamentos podían ser saqueados por alguna banda de supervivientes que veían el fin del mundo como una liberación del sistema al que estaban sometidos. Al menos eso es lo que pasa en las películas de zombis.

-Padre, he tenido una idea. Quizá sea un poco arriesgada, pero creo que podría sernos útil. –Dijo Ikari interrumpiendo los pensamientos de su padre.

-¿De qué se trata? –Preguntó intrigado. Algo le decía que su hijo había estado pensando lo mismo que él.

-Podemos acceder al piso que hay aquí al lado, desde el balcón. Así podríamos ver si sus propietarios están a salvo o necesitan ayuda y también podríamos mirar por la mirilla si la escalera está despejada.

-Y supongo que querrás ser tú el que cruce de balcón a balcón con siete pisos de altura bajo tus pies. –Dijo este. La idea parecía buena. Pero tampoco podía permitirse exponer a su hijo a una caída en picado.

-Por supuesto. Puedo hacerlo sin problemas papa. Y ganaríamos mucho. Si la casa está vacía tendríamos muchas más provisiones si se diera el caso de que no podemos salir en una temporada.

-¿Y qué pasa si cuando entres te esperan allí sus inquilinos infectados? -Preguntó. Quería calibrar los pros y los contras antes de ver su aprobación.

-Es un riesgo que puedo correr. Puedo mirar por el cristal antes de entrar.

-¿Acaso piensas que esas bestias son depredadores inútiles? ¿Y si mientras registras la casa te asalta alguno desde otra habitación? Está todo muy oscuro y el tiempo no ayuda.

-Bueno, pues entonces tendremos que entrar los dos, si no confías en el ser interno de tu hijo. –Contestó de mala gana Ikari. Empezaba a incomodarle que su padre fuese tan minucioso. Era de las pocas veces que se atrevía a rechistar a su padre y a este no parecía molestarle.
Saito aguardo unos instantes pensando. Ikari estaba perfectamente preparado para enfrentarse a más de uno de esos monstruos. Si había alguno en la casa no serían un inconveniente. Él lo sujetaría con una cuerda para asegurarse de que su hijo pasase al otro lado sin caerse. En caso de que resbalase y cállese al vacío, Saito lo tendría bien cogido a una cuerda para ayudarlo a volver a subir.

-Está bien, iniciaremos la operación de avanzadilla en cuanto comamos algo. No está bien luchar con el estómago vacío. –Dijo finalmente.

-Perfecto. No te defraudaré padre. –Dijo haciendo una reverencia como agradecimiento por haber sido reconocido.

-Voy a mirar que tenemos en la despensa. –Dijo Saito tras devolverle la reverencia a su hijo.

Puesto que todo funcionaba con electricidad, no pudieron prepararse ningún plato caliente. Tuvieron que conformarse con comer cereales para el desayuno y alguna galleta que quedaba. Saito reconoció que la idea de su hijo era buena, en el mismo instante en el que vio que toda la comida de la nevera, exceptuando un par de yogures, se había estropeado o se estropearía en un par de días a lo sumo. Debían consumir la leche y los alimentos que estuviesen apunto de ponerse en mal estado.  Los alimentos que disponía para pasar una alrga temporada eran un par de latas en conserva, y que sin fuego no se podían cocinar, y galletas o cereales. Estaban en una situación precaria y debía encontrar suministros cuanto antes.

-Bien, mientras comemos debemos ultimar los detalles de tu plan Ikari. ¿Qué sugieres? –Dijo Saito tratando de dar confianza a su hijo. Al fin y al cabo ahora no podían depender los dos de Saito. Debían colaborar como dos adultos.

-Saltaré y me agarraré a la barandilla. –Saito hizo una mueca de sorpresa. –Tranquilo, tú sujetaras la cuerda que llevaré atada a la cintura por si caigo. –Dijo para tranquilizar a su padre. –Después me aseguraré de que el comedor está despejado. En caso negativo, tú te ataras la cuerda y yo la sujetaré. De este modo podrás pasar tú también sin peligro. –Hizo una pausa para ver si su padre estaba de acuerdo en todos los puntos, y prosiguió. –En caso afirmativo, te haré una señal, me desabrocharé la cuerda y entraré al comedor. Registraré las habitaciones de modo que las que deje atrás ya estén registradas y con lo cual no tendré sorpresas. Cuando la casa haya sido totalmente registrada y vaciada, volveré al balcón y te informaré del estado de la casa. Entonces tú pasaras y buscaremos suministros, además de mirar por la mirilla para comprobar el estado de la escalera.

-De acuerdo. Pero ten mucho cuidado hijo mío. –No era el estilo de Saito mostrar sus emociones y mucho menos preocupación. Pero Ikari era lo único que le quedaba en el mundo. La preocupación era inevitable viniendo de un padre.

El desayuno termino rápido, pues no había mucho que comer. Padre e hijo dieron las gracias por la comida y se levantaron para poner a prueba el plan de Ikari.

Ikari se ató la katana a la espalda para que no cayese ni le restase libertad a sus movimientos. Después se ató bien fuerte una cuerda que encontró en la despensa a la cintura. Ambos salieron al balcón. Un brillo de determinación brotaba de sus ojos. Estaban completamente concentrados en la misión. No hicieron falta palabras. Todo estaba hablado. Se miraron un instante a los ojos padre e hijo y procedieron a iniciar la operación.

Ikari subió a la barandilla que quedaba más próxima al balcón de al lado y de un salto llegó hasta la barandilla del balcón siguiente, pero en el último instante tropezó y cayó. Su padre tiró fuerte mente de la cuerda, pero no hizo falta, pues Ikari ya estaba bien aferrado a la última barra de la barandilla. Padre e hizo resoplaron mientras Ikari con los músculos de su brazo en pura tensión trepaba hasta llegar al balcón, poniendo los pies en su superficie más tranquilo. Se asomó por la ventana pero todo estaba oscuro en el interior. Aunque no se apreciaba ningún movimiento ni ruido alguno.

Miró a su padre y le hizo la señal de que todo estaba despejado. Se quitó la cuerda de la cintura y abrió con cuidado la ventana corredera del balcón para hacer el menor ruido posible. En ese instante se escuchó un grito horrible de una mujer y una fuerte explosión parecido a uno de esos “Masclets” que tanto odiaba Saito. EL tiempo se dilató en los ojos del hombre. Ahora no era más que un espectador de una horrible pesadilla, mientras observaba como su hijo salía despedido en dirección contraria al interior de la casa, para finalmente estamparse en la pared baja del balcón.

La mente de Saito operaba tan deprisa que las imágenes transcurrían a cámara lenta. El corazón dejo de latir en su pecho cuando volvió a la realidad y observó a su hijo con la espalda apoyada en la pared y un gran charco de sangre que crecía y crecía sin que Saito pudiese hacer otra cosa que pensar que seguía soñando y que nada de lo que veía a su alrededor era real. Una parte de él esperaba inocentemente a que su hijo se levantase del suelo y le dijera que era una broma. Una broma de muy mal gusto. El mundo se detuvo y un nuevo grito rompió el silencio que se había apoderado de la realidad de Saito.

-¡¡IKARI!! – Eran los propios gritos de Saito, los que lo devolvieron nuevamente a la realidad. -¡No disparen, no disparen, no estamos infectados! ¡Por favor no le hagan daño!

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jueves, 17 de mayo de 2012

El Luto (I)

Saito se despertó sobresaltado. Miró a su alrededor sin saber dónde estaba. No reconocía el lugar. Trató de clamarse. Todo estaba a oscuras, pero por fin, al cabo de unos instantes, distinguió algo. Parecía estar en una casa abandonada. Al fondo, en lo que parecía un recibidor, había un sinfín de muebles apiñados contra la pared. Había una violencia implícita en la manera en que se habían amontonado esos muebles. Un grito horroroso se escuchaba en la calle. Esto lo hizo ponerse aún más tenso. ¿De dónde provenía? Comprobó que yacía en el suelo y que había dos sofás en la sala. Miró tras de sí y vio un balcón que daba al exterior de la casa. Se levantó muy pesadamente. Tenía el cuerpo entumecido como si hubiese estado haciendo ejercicio durante todo el día. Al incorporarse y ver la habitación donde se hallaba lo comprendió todo: La tarde en el parque, la lucha, su hijo totalmente enajenado, la huida. Estaba en su propia casa. Por unos instantes se había olvidado de donde estaba. Algo lo había hecho despertarse sobresaltado. Quizá el propio recuerdo de todo lo vivido aquel día no le permitía conciliar el sueño. Quizá el suelo duro y frio donde él y su hijo se habían quedado dormidos.

Ikari todavía dormía. Parecía incluso estar teniendo un sueño placido. Su rostro se mostraba sereno y feliz. Eso alegró por unos instantes a Saito. Al menos su hijo no sufría en ese momento. No había miedo ni locura en ese instante para él. Ojala pudiesen tener más instantes como aquellos.

De pronto Saito supo porque se había despertado de forma tan brusca. Debía actuar con rapidez si quería conseguirlo. Quizá los suministros de agua de la ciudad todavía no habían cesado su actividad. Corrió hacia el cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera, con la esperanza de poder llenarla para disponer de un pequeño suministro de agua para la higiene. No sabía cuánto tiempo podían permanecer encerrados en su propia casa, hasta que la escalera fuese transitable o estuviese despejada.

El sonido de agua cayendo estrepitosamente lo tranquilizó. Todavía quedaba agua en las reservas. Puso el tapón y esperó hasta que se llenase. Llenó un cubo a parte para poder enjuagarse la cara y limpiarse las manos, pues estas se mostraban pegajosas. Quizá esa sangre contuviese el mismo diablo que hace enloquecer a las personas que caminan por las calles. Debía cambiarse de ropa de inmediato y quemarla. Estaba empapada de esa sangre y podía ser peligroso.

Mientras Saito tomaba las medidas higiénicas correspondientes, comenzó a cavilar sobre lo sucedido, tratando de sacar una explicación al porqué de la masacre. Sin duda lo ocurrido con las ratas hace una semana debió de ser el origen de todo. Quizá un virus. Saito no era un hombre de ciencia, pero podía intuir la razón que más se acercaba a la verdad. El e Ikari no habían sido mordidos y por eso no fueron convertidos en diablos. Su padre en cambio si había sido mordido por las ratas y por eso atacó a Ikari. No cabía duda pues, de que las ratas habían sido las causantes.

En ese momento apareció Ikari. Su rostro parecía más humano. La cordura volvía a brillar en los ojos de su hijo.

-¿Qué estás haciendo padre? –Pregunto sin más.

-No pretendía despertarte. –Dijo amablemente en pos de disculpa. –No sabemos cuánto tiempo permaneceremos aquí, de modo que nos ayudará tener un pequeño depósito de agua. –Respondió mientras señalaba la bañera con el grifo encendido. –Debes cambiarte de ropa enseguida hijo. Y lavarte las manos. No sabemos qué clase de enfermedad o espíritu maligno puede portar esa sangre de la que estamos empapados.

-Tienes razón. –Dijo este. –Voy a mi cuarto a cambiarme de ropa. Supongo que tendremos que quemar las ropas sucias. Pero quizá eso atraiga a más diablos. Lo he visto en las películas de zombis. –Dijo tratando de recordarle lo que le había dicho su padre hace escasas horas.

-Muy gracioso. –Rio de buena gana su padre. –Y a la vez es muy útil. Lo último que necesitamos es que haya más de esos monstruos en la escalera. No había pensado que quizá encender un fuego atraería a más de esas cosas por el humo y el olor. Recuerdo que cuando estábamos escondidos en aquel árbol, uno de ellos se acercó olfateando el aire y casi estuvo apunto de descubrirnos pos el olor. Deben de tener un olfato agudizado.

El rostro de Ikari cambió rotundamente al recordar la experiencia en el parque. Una nube de pesadumbre se apoderó de su mente. Ni siquiera se había acordado de Ukiko al despertarse. Ni de su madre y su hermana. Se reprochó a si mismo por haberlas olvidado tan pronto. Ikari sentía como el abismo de su realidad actual lo engullía irremediablemente. Había perdido toda su familia en un abrir y cerrar de ojos, sin pensar poder hacer nada. Si al menos hubiese podido luchar por salvarlos. Si tan solo hubiese corrido un poco más rápido, hubiese podido salvar a Ukiko. Pero ahora todo lo que le quedaba era su padre y no quería suponer una carga para este. Un futuro incierto y oscuro se cernía sobre el, oprimiendo su corazón y diezmando el poco autocontrol que le quedaba.

Abandonó el cuarto de baño para adentrarse en el oscuro pasillo. Al llegar a la puerta de su habitación, se detuvo un instante. Quizá no era tan buena idea entrar. Demasiados recuerdos le esperaban allí. Ukiko volvió a aparecer en su cabeza. La locura acechaba con invadirlo todo de nuevo.  Su mente no podría soportar más tiempo ¿Por qué no pudo salvarla?

Una mano se posó sobre el hombro de Ikari haciéndolo volver a la realidad.

-Ikari, Una vez Buddha dijo: El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Creo que deberías pensar sobre ello. –Dijo Saito con una voz serena. –Tarde o temprano deberás enfrentarte a esto. –Y acto seguido abrió la puerta de la habitación de su hijo. Un fresco aroma llegó hasta sus narices. Era el olor de Ukiko. Todavía permanecía allí. -¿Puedes sentirlo verdad? Ella todavía vive en nosotros. Y su único mensaje es el mismo que predicaba en vida. El amor, las buenas sensaciones y todo lo agradable que hay en este mundo. Ikari, déjate embriagar por su ultimo y único mensaje y te habrás unido a ella para la eternidad.

Ikari no pudo reprimir el llanto. Las palabras de su padre sonaban duras, pero era cierto. No podía permitir que Ukiko, su amada Ukiko, se convirtiese en un trauma. Pues ella había sido todo lo contrario. Debía luchar por ella como no había podido hacer en vida e impedir que su recuerdo quedase ahogado por el dolor de la perdida. La herida en el alma de Ikari, dejó de sangrar milagrosamente. Ya no quemaba, no había crudeza. Únicamente ese olor que lo envolvía todo. Era tan agradable. Por unos instantes Ikari se vio retozando en su cama con ella, abrazados en una nube de amor que, seguro, transcendería cualquier obstáculo. Supo entonces que el camino sería duro, pero que lograría superar y aceptar el duro golpe que el destino le había propinado.

Ya más tranquilos y con las prendas cambiadas, padre e hijo se sentaron en el salón. Como no creían seguro hacer una hoguera dentro del apartamento, dejaron la ropa en una de las habitaciones que se convertiría en la “zona de desechos”. Después Saito propuso a su hijo limpiar también sus sables que estaban llenos de aquella sangre oscura y viscosa. No pretendía usar otro medio de protección que no fuesen sus espadas, de modo que debía llevar un seguimiento y un mantenimiento para conservarlas en un estado óptimo. Listas para utilizarlas en cualquier momento.

Mientras Saito golpeaba suavemente las hojas de su sable con un instrumento de apariencia similar a la de un chupa-chups, untándolo de polvos abrasivos, Ikari rompió el silencio.

-¿Qué vamos a hacer ahora padre? –Era la pregunta del millón. Saito carraspeó algo inquieto. Su auto control también se había esfumado. Ahora las emociones eran más intensas, pues todo era salvajemente nuevo para ambos al fin y al cabo. Era imposible e inútil ocultar la preocupación que Saito sentía.

-Bien, primero deberíamos intercambiar opiniones. ¿Qué crees que ha sido lo que ha causado todo esto? –Preguntó algo más recompuesto. Sin duda hablar de lo sucedido sosegadamente era una buena terapia para ambos y dado que gozaban de todo el tiempo del mundo, seguro que eso les sentaría bien.

-Estoy convencido de que fueron las ratas. No he visto muchas pelis de zombis y tampoco creo que debamos crear fundamentos respecto a un par de películas de ciencia ficción pero… Normal mente siempre es un virus. Creo que fueron las ratas. –La respuesta dejó completamente satisfecho a Saito que asintió con la cabeza y con la mirada atenta. Una nube negra sobrevoló la cabeza de Ikari, que se mostró abatido. –Lo cual quiere decir que Midori y mama se han convertido en uno de ellos. Y aun así no creo que hayan sobrevivido. –Ahora la nube de penumbra abarcó toda la habitación y Saito bajó la cabeza también. El silencio se hizo insoportable en aquel segundo antes de que Ikari prosiguiese. -Una parte de mi grita por salir a buscarlas, a rescatarlas de donde quiera que estén. Pero mi ser interno me dice que eso sería un suicidio absurdo.

-Ya no podemos hacer nada por ellas. A Santsa no le gustaría que su hijito corriese peligro. –Dijo para tranquilizarse más a él que a su hijo y cambió de tema rotundamente. -Estoy de acuerdo contigo. No tengo ni idea de porque los gobiernos de todo el mundo no han tomado ningún tipo de medida, y a estas alturas no voy a preocuparme por eso. Ojala se hayan devorado entre ellos. –Hizo una pausa mientras enfundaba su katana después de haber finalizado el ritual de limpieza. –Lo que me preocupa es toda esa gente que no ha sido mordida por las ratas. ¿Quedará alguien en la ciudad? ¿Necesitará ayuda? ¿Que habrá sido de las almas de los que están  infectados? Ikari nuestro deber, o mejor dicho, lo mínimo que podemos hacer por todas esas personas que lo han perdido todo, es guardar una noche de luto. Una noche de luto por el mundo. Permaneceremos en posición de loto y rezaremos por que la armonía vuelva a reinar en el mundo. –Se puso en pie pesada mente y se dirigió a la despensa del pasillo. Allí había velas y las necesitarían para pasar la noche con algo de luz.

Una lágrima de admiración rodó por la mejilla de Ikari al comprender tan hermoso sentimiento. Acto seguido se levantó y siguió a su padre a lo que sería una ceremonia de luto hacia la humanidad.

El resto de la noche, padre e hijo permanecieron sumidos en una meditación profunda y sincera. “Acompañando en el sentimiento” a toda la raza humana que se veía gravemente amenazada por la extinción en esos momentos. En duelo por el mundo rezaron, porque los niños y las mujeres supervivientes, fueran guiados y protegidos por los dioses. Rezando, para que la ira que se cernía sobre la tierra y sobre sus hermanos, fuese apaciguada por las miles de personas que debían haber muerto.

El sol apareció aquel día oculto por las nubes. Ahora incluso el tiempo meteorológico era más lúgubre y frio. Las calles estaban vacías y solo el viento se atrevió a rugir y arrastrar escombros del suelo que vagaban sin rumbo. 

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miércoles, 16 de mayo de 2012

Realizar la iluminación es como la luna que se refleja en la sangre caliente. La luna no se mancha, ni la sangre se perturba. (III)

Cuando todo parecía perdido, una luz azulada fulminó al depredador, haciendo que saliese disparado varios metros de distancia por los aires. En su lugar, quedo una figura con la espada en alto y las piernas flexionadas. Su padre había propinado un corte ascendente tan fuerte y veloz que quel ser había salido disparado en el aire como quien lanza un paquete de cigarrillos. Las otras bestias se quedaron unos instantes quietos, tratando de rodear a los dos supervivientes. A lo lejos se escuchaban los gritos y el trote del resto de la procesión mortal que se acercaban a pasos agigantados hasta ellos.

            Ikari y Saito corrieron sin mirar a atrás. Apenas faltaban un centenar de metros para llegar al portal de casa. Un gúl despistado y solitario trató de pararlos al girar la esquina, pero lo único que saborearía aquella noche sería el frio del acero.

            Ya habían conseguido llegar hasta el portal y los infectados amenazaban con rodearlos. Se acercaban por todas direcciones y desde todas las calles corrian en estampida hacia ellos. Ikari rebuscó nerviosamente entre el jolgório de llaves buscando la adecuada para abrir la puerta. Cada vez estaban más cerca. Saito no apremió con palabras a Ikari para que se diera prisa. Simplemente adopto una posición de defensa con el sable empapado de sangre negra, con la intención de seguir luchando si era necesario. Debía actuar con rapidez. Si los esperaba allí, Ikari no tendría ninguna posibilidad. No… Debía salir al encuentro de aquellos carroñeros si querían tener alguna posibilidad. Eso es. Así Ikari ganaría algo de tiempo en buscar las llaves.

            Pero antes de que Saito hiciese ademán de salir corriendo para darle tiempo a su hijo, escuchó como este abría la puerta.

            -¡Rapido papá! –Gritó desesperado. Sus depredadores ya estaban encima de ellos. No había tiempo de esmerarse en cerrar la puerta. Debían subir por las escaleras e intentar ganar la distancia suficiente como para abrir la puerta de casa y cerrarla. Ikari ya tenía la llave necesaria para abrir la puerta preparada y salió disparado sin preocuparse en saber si su padre lo seguía. Él era su maestro y era imposible que aquellos cuerpos sin cerebro, consiguiesen hacerle daño.

            Ya había llegado hasta el segundo piso y escuchó como su padre subía tras de él. Un eco atronador de pasos y gritos hacían temblar hasta los pilares del edificio. Por lo menos debían de haber unos cincuenta de aquellos seres tratando de darles caza por las escaleras.

            Apenas faltaban tres pisos para llegar a su casa. Saito se detubo un momento para lanzar un corte al monstruo que lo seguía más de cerca y hacerle rodar por las escaleras, con el fin de entorpecer la subida. Así ganarían algo de tiempo. Su hijo le sacaba un piso de ventaja y esperaba que no hubiese nadie esperandolo arriba.

            Pero Ikari no tubo tanta suerte y justo al llegar al séptimo y último piso se encontro con su vecina con los ojos inyectados en sangre. El edificio estaba oscuro, pero podía ver aquel destello malévolo en los ojos de su vecina que se acercó sigilosamente siseando. Ikari sintió miedo al descargar su estocada y esto hizo que la punta de su espada quedase incrustada en el hombro del monstruo, que se debatía entre arañazos y patadas. Ikari la mantenía a raya con el mismo sable, pero le era imposible sacar la espada del hombre de aquella mujer.

            -Ikari abre la puerta de una vez. No podré contenerlos por más tiempo. –Dijo su padre al borde de la escalera, mientras tiraba de una patada a otro.

            Entonces Ikari lanzó una patada frontal a la mujer y tiró con fuerza en dirección opuesta con su espada, consiguiendo así sacarla por completo. Arremetió esta vez sin compasión contra la cabeza de su vecina, separando definitivamente y para siempre, las orejas de sus hombros. Acto seguido, rebuscó de nuevo entre las llaves, esta vez con más agilidad y consiguió abrir la puerta. Su padre lo siguió rápidamente entrando casi de un salto en la casa y juntos empujaron la puerta para cerrarla. Pero una docena de zombis empujaba la puerta, desde el otro extremo hacia el interior de la casa. El agotamiento comenzó a hacer meya en Ikari, que le temblaban todos los musculos por el esfuerzo. Si no conseguían cerrar la puerta, estaban perdidos. Quedarian sepultados por toneladas de carne hambrienta, con la única salida que saltar desde un septimo piso por el balcón.

            -¡Vamos Ikari un esfuerzo más! Ya está casi cerrada. –Dijo Saito tratando de dar aliento a su hijo que comenzaba a flaquear.

            Los gritos histéricos de aquellos seres, retumbaban por toda la escalera. Saito empujaba con una mano y con la otra lanzaba estocadas a ciegas por el huco de la puerta, tratando de amedrentar las fuerzas de aquellos monstruos.

            Ya casi estaba cerrada. Solo necesitaban un pequeño empujoncito. Saito lanzó una última estocada y empujo con todo su cuerpo y sus últimas fuerzas.

            Habían conseguido cerrar la puerta. Pero los zombis la aporreaban de tal manera desde el exterior que en cualquier momento la echarían abajo. Ikari cerró con llave para activar los pestillos de seguridad y asi asegurar un poco más la fuerza de las visagras.

            -Rápido ayúdame a mover esto Ikari. –Dijo Saito mientras cogía el sofa pequeño del salón para tratar de atrancar la puerta.

            Padre e hijo cargaron en menos de un minuto con casi todos los muebles del recibidor y el salón, atrancando definitivamente la puerta de entrada. Los golpes se escuchaban a lo lejos, amortiguados por la cantidad de muebles que tapaban la puerta.

            Padre e hijo se miraron empapados en sudor de pies a cabeza, tratando de recobrar el aliento.

            -Lo hemos… Logrado… -Dijo Saito dejandose caer en el suelo, exausto.

            -¿Qué narices son esas cosas? ¿Por qué nos ataca todo el mundo? ¿Qué les hemos hecho? –Preguntó Ikari todavía de pie con la mirada de un perturbado y la espada completamente adherida a su mano.

            -Hijo mio eres increible… ¿Pretendes decirme…. que los has matado a todos ellos… sin saber si continuaban siendo… personas? –Preguntó Saito sin aliento. Era un alivio ver que su hijo recuperaba el habla. A pesar de que estaba un poco alterado, todavía conservaba la cordura.

            -No sabía lo que hacía. Solo sé que mi ser interno no me impedía matar. Sabía que debía hacerlo para salvarnos. ¿Si no eran personas, que eran? Por eso me lo pregunto. ¿Qué hemos hecho para que nos ataquen todos? –Preguntó Ikari totalmente ido, mientras se sentaba en el suelo envuelto en dudas.

            Los gritos de aquellos seres se escuchaban por toda la calle. Esta noche se habían quedado sin pastel de carne y no les hacía mucha gracia.

            Saito se incorporo para sentarse al lado de su hijo que estaba temblado. Trató de apoyar una mano tranquilizadora en su hombro, pero este se debatió como un animal salvaje.

            -Tu tambien quieres hacerme daño ¿Dónde está mi madre? –Dijo completamente desconsolado.

            -Hijo mio trata de calmarte. No voy a hacerte daño. Debemos descansar. Ha sido un día muy duro y lo mejor será que tratemos de dormir un poco. –Dijo este con un tono de voz apacible, tratando de calmar a su hijo.

            -¿Cómo quieres que me calme, sí todo el mundo quiere hacerme daño? –Preguntó al borde del llanto.

            Todos los años de duro entrenamiento, se habían esfumado para siempre de la mente de Ikari. Saito lo sabía y sintió un vacio en su interior. Quizá en un par de días volviese a ser el de antes. Pero algo en su interior le decía que el Ikari que su padre conocía, no volvería a ser el mismo nunca más.

            Saito no pudo soportarlo más y perdió la paciencia. Sin duda lo que más le dolía era ver a su hijo completamente destrozado y no poder hacer nada para que reaccionase.

            -¡Maldita sea Ikari ¿Esque nunca has visto una pelicula de zombis?! ¡Pues estamos dentro de una de esas peliculas! Y no hay más que hablar. Nadie quiere hacerte daño porque hayas hecho algo malo ¡Joder, que tienes dieciocho años! Espabila caramba. –Era la primera vez en muchos años que Saito se enfurecía asi con su hijo.

            Ikari se quedó boquiabierto ante la reacción de su padre. Saito se llevó las manos a la cara. Sus hombros temblaron y un sollozo casi inaudible inundó el silencio. Era la primera vez que Ikari veía llorar a su padre, a su maestro.

            -Ahora te necesito más que nunca. Necesito que seas fuerte porque de lo contrario no sobreviviremos ni siquiera esta noche. No puedo hacerlo yo todo Ikari. Lo siento, no pretendía gritarte. –Dijo con lágrimas en los ojos.

             Ikari, casi inconscientemente, fue a abrazar a su padre y juntos lloraron hasta que se quedaron dormidos. Rodeados por la soledad y la tristeza.

            En la calle, se podía apreciar el recorrido exacto que habían realizado padre e hijo. Un rio de sangre señalaba el lugar donde se encontraban dos de los supervivientes del Día Zero. Pero ¿había más o estaban solos en toda la ciudad? ¿Quién era aquel que había disparado a un par de manzanas del parque? ¿Había conseguido sobrevivir?

            Un charco de sangre reflejaba una esplendida luna llena, pero no conseguía ensuciarla.

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