Cuando todo parecía perdido, una luz azulada fulminó al depredador, haciendo que saliese disparado varios metros de distancia por los aires. En su lugar, quedo una figura con la espada en alto y las piernas flexionadas. Su padre había propinado un corte ascendente tan fuerte y veloz que quel ser había salido disparado en el aire como quien lanza un paquete de cigarrillos. Las otras bestias se quedaron unos instantes quietos, tratando de rodear a los dos supervivientes. A lo lejos se escuchaban los gritos y el trote del resto de la procesión mortal que se acercaban a pasos agigantados hasta ellos.
Ikari y Saito corrieron sin mirar a atrás. Apenas faltaban un centenar de metros para llegar al portal de casa. Un gúl despistado y solitario trató de pararlos al girar la esquina, pero lo único que saborearía aquella noche sería el frio del acero.
Ya habían conseguido llegar hasta el portal y los infectados amenazaban con rodearlos. Se acercaban por todas direcciones y desde todas las calles corrian en estampida hacia ellos. Ikari rebuscó nerviosamente entre el jolgório de llaves buscando la adecuada para abrir la puerta. Cada vez estaban más cerca. Saito no apremió con palabras a Ikari para que se diera prisa. Simplemente adopto una posición de defensa con el sable empapado de sangre negra, con la intención de seguir luchando si era necesario. Debía actuar con rapidez. Si los esperaba allí, Ikari no tendría ninguna posibilidad. No… Debía salir al encuentro de aquellos carroñeros si querían tener alguna posibilidad. Eso es. Así Ikari ganaría algo de tiempo en buscar las llaves.
Pero antes de que Saito hiciese ademán de salir corriendo para darle tiempo a su hijo, escuchó como este abría la puerta.
-¡Rapido papá! –Gritó desesperado. Sus depredadores ya estaban encima de ellos. No había tiempo de esmerarse en cerrar la puerta. Debían subir por las escaleras e intentar ganar la distancia suficiente como para abrir la puerta de casa y cerrarla. Ikari ya tenía la llave necesaria para abrir la puerta preparada y salió disparado sin preocuparse en saber si su padre lo seguía. Él era su maestro y era imposible que aquellos cuerpos sin cerebro, consiguiesen hacerle daño.
Ya había llegado hasta el segundo piso y escuchó como su padre subía tras de él. Un eco atronador de pasos y gritos hacían temblar hasta los pilares del edificio. Por lo menos debían de haber unos cincuenta de aquellos seres tratando de darles caza por las escaleras.
Apenas faltaban tres pisos para llegar a su casa. Saito se detubo un momento para lanzar un corte al monstruo que lo seguía más de cerca y hacerle rodar por las escaleras, con el fin de entorpecer la subida. Así ganarían algo de tiempo. Su hijo le sacaba un piso de ventaja y esperaba que no hubiese nadie esperandolo arriba.
Pero Ikari no tubo tanta suerte y justo al llegar al séptimo y último piso se encontro con su vecina con los ojos inyectados en sangre. El edificio estaba oscuro, pero podía ver aquel destello malévolo en los ojos de su vecina que se acercó sigilosamente siseando. Ikari sintió miedo al descargar su estocada y esto hizo que la punta de su espada quedase incrustada en el hombro del monstruo, que se debatía entre arañazos y patadas. Ikari la mantenía a raya con el mismo sable, pero le era imposible sacar la espada del hombre de aquella mujer.
-Ikari abre la puerta de una vez. No podré contenerlos por más tiempo. –Dijo su padre al borde de la escalera, mientras tiraba de una patada a otro.
Entonces Ikari lanzó una patada frontal a la mujer y tiró con fuerza en dirección opuesta con su espada, consiguiendo así sacarla por completo. Arremetió esta vez sin compasión contra la cabeza de su vecina, separando definitivamente y para siempre, las orejas de sus hombros. Acto seguido, rebuscó de nuevo entre las llaves, esta vez con más agilidad y consiguió abrir la puerta. Su padre lo siguió rápidamente entrando casi de un salto en la casa y juntos empujaron la puerta para cerrarla. Pero una docena de zombis empujaba la puerta, desde el otro extremo hacia el interior de la casa. El agotamiento comenzó a hacer meya en Ikari, que le temblaban todos los musculos por el esfuerzo. Si no conseguían cerrar la puerta, estaban perdidos. Quedarian sepultados por toneladas de carne hambrienta, con la única salida que saltar desde un septimo piso por el balcón.
-¡Vamos Ikari un esfuerzo más! Ya está casi cerrada. –Dijo Saito tratando de dar aliento a su hijo que comenzaba a flaquear.
Los gritos histéricos de aquellos seres, retumbaban por toda la escalera. Saito empujaba con una mano y con la otra lanzaba estocadas a ciegas por el huco de la puerta, tratando de amedrentar las fuerzas de aquellos monstruos.
Ya casi estaba cerrada. Solo necesitaban un pequeño empujoncito. Saito lanzó una última estocada y empujo con todo su cuerpo y sus últimas fuerzas.
Habían conseguido cerrar la puerta. Pero los zombis la aporreaban de tal manera desde el exterior que en cualquier momento la echarían abajo. Ikari cerró con llave para activar los pestillos de seguridad y asi asegurar un poco más la fuerza de las visagras.
-Rápido ayúdame a mover esto Ikari. –Dijo Saito mientras cogía el sofa pequeño del salón para tratar de atrancar la puerta.
Padre e hijo cargaron en menos de un minuto con casi todos los muebles del recibidor y el salón, atrancando definitivamente la puerta de entrada. Los golpes se escuchaban a lo lejos, amortiguados por la cantidad de muebles que tapaban la puerta.
Padre e hijo se miraron empapados en sudor de pies a cabeza, tratando de recobrar el aliento.
-Lo hemos… Logrado… -Dijo Saito dejandose caer en el suelo, exausto.
-¿Qué narices son esas cosas? ¿Por qué nos ataca todo el mundo? ¿Qué les hemos hecho? –Preguntó Ikari todavía de pie con la mirada de un perturbado y la espada completamente adherida a su mano.
-Hijo mio eres increible… ¿Pretendes decirme…. que los has matado a todos ellos… sin saber si continuaban siendo… personas? –Preguntó Saito sin aliento. Era un alivio ver que su hijo recuperaba el habla. A pesar de que estaba un poco alterado, todavía conservaba la cordura.
-No sabía lo que hacía. Solo sé que mi ser interno no me impedía matar. Sabía que debía hacerlo para salvarnos. ¿Si no eran personas, que eran? Por eso me lo pregunto. ¿Qué hemos hecho para que nos ataquen todos? –Preguntó Ikari totalmente ido, mientras se sentaba en el suelo envuelto en dudas.
Los gritos de aquellos seres se escuchaban por toda la calle. Esta noche se habían quedado sin pastel de carne y no les hacía mucha gracia.
Saito se incorporo para sentarse al lado de su hijo que estaba temblado. Trató de apoyar una mano tranquilizadora en su hombro, pero este se debatió como un animal salvaje.
-Tu tambien quieres hacerme daño ¿Dónde está mi madre? –Dijo completamente desconsolado.
-Hijo mio trata de calmarte. No voy a hacerte daño. Debemos descansar. Ha sido un día muy duro y lo mejor será que tratemos de dormir un poco. –Dijo este con un tono de voz apacible, tratando de calmar a su hijo.
-¿Cómo quieres que me calme, sí todo el mundo quiere hacerme daño? –Preguntó al borde del llanto.
Todos los años de duro entrenamiento, se habían esfumado para siempre de la mente de Ikari. Saito lo sabía y sintió un vacio en su interior. Quizá en un par de días volviese a ser el de antes. Pero algo en su interior le decía que el Ikari que su padre conocía, no volvería a ser el mismo nunca más.
Saito no pudo soportarlo más y perdió la paciencia. Sin duda lo que más le dolía era ver a su hijo completamente destrozado y no poder hacer nada para que reaccionase.
-¡Maldita sea Ikari ¿Esque nunca has visto una pelicula de zombis?! ¡Pues estamos dentro de una de esas peliculas! Y no hay más que hablar. Nadie quiere hacerte daño porque hayas hecho algo malo ¡Joder, que tienes dieciocho años! Espabila caramba. –Era la primera vez en muchos años que Saito se enfurecía asi con su hijo.
Ikari se quedó boquiabierto ante la reacción de su padre. Saito se llevó las manos a la cara. Sus hombros temblaron y un sollozo casi inaudible inundó el silencio. Era la primera vez que Ikari veía llorar a su padre, a su maestro.
-Ahora te necesito más que nunca. Necesito que seas fuerte porque de lo contrario no sobreviviremos ni siquiera esta noche. No puedo hacerlo yo todo Ikari. Lo siento, no pretendía gritarte. –Dijo con lágrimas en los ojos.
Ikari, casi inconscientemente, fue a abrazar a su padre y juntos lloraron hasta que se quedaron dormidos. Rodeados por la soledad y la tristeza.
En la calle, se podía apreciar el recorrido exacto que habían realizado padre e hijo. Un rio de sangre señalaba el lugar donde se encontraban dos de los supervivientes del Día Zero. Pero ¿había más o estaban solos en toda la ciudad? ¿Quién era aquel que había disparado a un par de manzanas del parque? ¿Había conseguido sobrevivir?
Un charco de sangre reflejaba una esplendida luna llena, pero no conseguía ensuciarla.
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