martes, 4 de septiembre de 2012

La puerta de entrada y el camino dejan de tener sentido, cuando lo qué se busca está a la vista. (II)



*                     *                      *


-Le digo que estoy tranquilo señorita Olga. El cuerpo de Ikari empieza a reaccionar. Significa que se está recuperando. Pronto despertará, lo presiento.

-No me diga que cree usted en supersticiones, señor Saíto. –Preguntó Oscar.

-¡Oscar! No seas grosero. –Le reprimió su novia. –Hoy te estás luciendo, no te reconozco de verdad. Señor Saito, perdónelo por favor.

-Oh, vamos… El señor Oscar se muestra tal y como es, ¿Cómo puedo negarme ante tal sinceridad de espíritu? El señorito Oscar ha pasado un infierno para poder estar con usted. Cada persona reaccionar de una manera ante situaciones extremas. No hay nada peor que la velocidad. Impide que el cuerpo y la mente reaccionen apropiadamente. Por lo que es posible que el cuerpo de Oscar esté requilibrándose ahora ante la velocidad tan brusca de los acontecimientos en estos días. Todos hemos pasado muchos nervios y pienso que los códigos de moral y de ética han pasado a un segundo plano ahora que la humanidad parece estar al borde de la extinción. –Estas últimas palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre la pareja de enamorados. Ambos se miraron y tragaron saliva. –Así pues, un poco de humor libre de tapujos, es nuestra mejor medicina. Gracias Oscar. Y por cierto, es SAito. No SaIto.

Oscar y Olga rieron tímidamente. En ese preciso instante, Ikari se incorporó de la cama con los ojos completamente en blanco haciendo que todos los presentes, incluido su padre, se sobresaltasen.




*                     *                      *



 -Tio, lo siento de verdad. Imaginate. –Dijo el hombre barbudo, juntando sus dedos índice y pulgar, mientras se le escapaba la risa. –Me veo que seme acerca un tio en calzoncillos, que huele a tarta de espinacas y pedo de concha, empapado en sangre y una substancia viscosa y horrible. –Volvió a reírse y después hizo una pausa para tomar aire. –Y con la cara ensangrentada. Pensaba: Este tío, va a hacer morcillas y embutidos conmigo.

            -Es comprensible. Yo hubiera hecho lo mismo. –Dijo Robert, quien ya parecía tener otro aspecto vestido con algo de ropa y con la cara limpia.

            -Enserio, me sabe fatal. Pero, ¡hue! Ahora somos uno más y bueno, aunque la nariz sete va a quedar asi de horrible para siempre, es mejor que estar ahí fuera solo y en calzoncillos ¿No? –Dijo mientras ambos se reían.

            -Me llamo Robert. –Afirmo, mientras se acercaba para estrecharle la mano.

            -Yo soy Álvaro, encantado tío.

            -Un placer Álvaro. Dime una cosa, cuando me he pegado la hostia antes. Creo que me he desmallado, pero antes de caer inconsciente, escuche tu voz. Dijiste algo asi como “que llego, leches” ¿venías a salvarme? ¿Por qué entonces me has confundido con uno de ellos?

            -Te vimos entrar con una bolsa de deporte y un cuchillo. Aunque ibas en calzoncillos igualmente, se veía a la legua que eres una ser humano. Más que nada porque ni babeabas ni tenias la cara llena de sangre. –Hizo una pausa y volvió a escapársele la risa. –Vimos la pelea desde arriba. Eh, tío. Fue una puta pasada. Ha sido lo mejor que he visto desde que toda esta mierda pasó. Lo que pasa es que, yo ví desde arriba que se acercaban más “Sylnanos” y tu estabas en el suelo. Así que decidí en bajar a hecharte un cable. Hace días que pensábamos que estábamos solos y ver aparecer a una persona humana… enfin, no podíamos dejarte ahí tirado tío.

            -Espera, espera… ¿has dicho “Sylvanos”? –Preguntó Robert.

            -Si tío, así los llamamos. ¿te mola el nombre? – Todos empezaron a reir. Robert todavía estaba en shock. Al subir y curarse, todavía no había tenido tiempo de presentarse a los allí presentes. Aquellos días de soledad y supervivencia, habían dejado una brecha en su sociabilidad incurable. Se sentía extraño, pero Álvaro le inspiraba confianza. No paraba de hablar y eso facilitaba las cosas. –Yo les puse el nombre ese. Es una larga historia, pero necesitábamos ponerles un nombre a esos putos carnívoros.

            -Parece que hables de Elfos en lugar de infectados. Joder… todo esto es tan raro, me siento como dentro de un libro de zombies. A veces pienso que me he vuelto loco y que todo esto es producto de mi imaginación o que estoy dentro de un sueño de Antonio Resines y que en cualquier momento van a parecer los créditos y voy a escuchar “Uno más uno son Siete..” o algo así nano. –Alvaro empezó a reir a carcajadas y se llevó las manos a la cabeza. Aquel hombre tenía un humor muy inteligente, pensaba Álvaro. Era admirable después de haber vivido a saber que penalidades él solo.

            -Tío creo que tienes razón. Todo esto es demasiado surrealista. Vi como los componentes de mi grupo se comían entre ellos. Siempre había soñado con eso. Es demasiado bueno para ser real. Cuando el segundo guitarra vino hacia mí para comerme. No sabes como disfruté estampándole su propia guitarra en la cabeza. Esto tiene que ser un sueño, sin duda. Porque es demasiado bueno para ser verdad. –Robert se quedó atónito ante tal razonamiento. Pero Álvaro lo decía todo de forma tan graciosa, que era imposible contener la risa. Álvaro al ver la cara de Robert. Sé quedo callado y meditabundo. –Ojala estuviera aquí mi colega Gabri, él si que se hubiera reído con lo que te acabo de decir. Incluso diría: Lo peor de todo es que seguro que es verdad lo que dice.

            -Álvaro deja algo a los demás, que solo hablas tú. Preséntanos a tu nuevo amigo ¿no? –Dijo una mujer rubia, parecía tener unos treintaylargos años. Era delgada y en su mirada se apreciaba el sufrimiento. –Me llamo Sophie, Encantada. Cuando te laves, te daré dos besos. –Robert sonrió tímidamente con el último comentario y le estrechó la mano. –Mira, te voy a presentar al resto del grupo. Porque si te los tiene que presentar este chico, no acabamos nunca.

            -¡Acéme un petardo Sophie! –Dijo éste con voz ronca.

Robert se levantó pesadamente y junto con la mujer de dorados cabellos, se acercó a donde estaban el resto del grupo. Parecían rezagados, temerosos del nuevo inquilino. Desconfiaban de él. Empezó a echar de menos los comentarios chorra de Álvaro.

-Mira, este de aquí se llama Antonio. Era empleado del corte ingles el estallido de Sylvanos, lo pilló trabajando. Por eso lo ves tan trajeado. Gracias a él pudimos refugiarnos aquí. –Robert le estrechó la mano y trató de esbozar una sonrisa, pero aquel hombre no se la devolvió y lo miró muy serio. –No le hagas mucho caso. Es un soso y siempre está serio. Pero es un buen tipo.

-Gracias por la aclaración, Sophie. –Dijo Antonio. Robert observó al instante una fuerte atracción sexual de parte de éste hacia Sophie. Quizá un hombre reprimido que piensa que en esta situación tan extrema, hallará a la mujer de su vida. “Pobre soñador” Juzgó Robert, mentalmente.

-Entiendo que es extraña mi apariencia y las circunstancias en las que me habéis encontrado. No os culpo porque desconfiéis de mi. –Dijo Robert, tratando de revivir sus capacidades para estar en sociedad.

-Te acabaremos cogiendo cariño, como todos. –Dijo una mujer joven y de cabellos oscuros.- Mi Me llamo Natalia ¿Qué tal? –Dijo mientras se acercaba a estrecharle la mano.

-Bueno, pues no hacen falta presentaciones con Natalia. Es así. Os llevareis bien. –Álvaro, que no había perdido detalle de las presentaciones.

-Aquí estamos bien, de vez en cuando bajamos a por provisienes, pero estamos bien servidos. –Continuó Sophie, dado que había adoptado el papel de presentadora. -Tenemos calefacción y algunas armas. Mañana habíamos pensado en hacer un excursión por los alrededores para buscar más provisiones y alguna arma de fuego. Pero aquí no hay ninguna armería cerca. Así que tendremos que conformarnos con bates de baseball, cuchillos y esas cosas. Nos vendrá bien tu valentía. Eso hará que todos confiemos un poco más en ti. Ya veras que aquí vas a estar bien. –Le dijo mientras le acariciaba el brazo a modo de consuelo. Robert miró de reojo a Antonio y confirmó su teoría. La cara de Antonio era un poema. “Además de reprimido, celoso.”

-Gracias Sophie. ¿Y quienes son esas dos mujeres? ¿Por qué están tan alejadas de vosotros?- Preguntó Robert, señalando a dos mujeres de origen asiático que aguardaban sentadas de rodillas una al lado de la otra, a unos diez metros de distancia del resto del grupo.

-Oh, bueno, yo he intentado hablar con ellas. Pero no son muy habladoras, ni siquiera sabemos sus nombres. Se acercan solo para comer. A veces nos ayudan a mi y a Álvaro a cocinar. “gracias y adiós” Es todo lo que dicen. Luego vuelven a alejarse y hablan entre ellas en un idioma extraño.

-Creo… creo que son japonesas, por el idioma. Estoy casi seguro que es Japonés. –Dijo Álvaro.




*                     *                      *



-¡Están vivas, Están vivás! –Gritaba Ikari totalmente enloquecido. Era algo que le dolía mucho a su padre. Ver a su hijo desquiciado.

-Ikari guarda reposo ¿quieres? No digas tonterías. ¿Quiénes están vivas? Pero si has estado dormido durante días.

-Papá, te digo que están vivas. Las he visto en mi sueño. Son Midori y mamá. Están en nuevo centro y están en peligro.

-¿Qué estas diciendo Ikari, las has visto en sueños? –Preguntó su padre zarandeándolo de los hombros.

-Estan vivas, están refugiadas con más gente. Entre ellos hay un demonio. Pero todavía no lo saben. Hoy se ha unido al grupo un hombre muy raro. Vestía solo con calzoncillos y tras de él hay un demonio que lo está devorando por dentro. –Las palabras de Ikari sonaban totalmente inconexas. Saito quería achacarlo al deterioro y la convalecencia. Pero le asustaba la idea de que Ikari, hubiese perdido la cordura para siempre.

            Olga se acercó y le acarició la cabeza. Sus mejillas estaban empapadas de lágrimas. Era un muchacho tan apuesto y ella le había disparado y lo había dejado mal de la cabeza. No podía dejar de culparse al ver como había acabado aquel pobre muchacho.

            -No estoy loco papá. No me mires así. Te digo que las he visto en sueños y debemos ir a buscarlas, antes de que él demonio despierte y se los coma a todos.

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martes, 28 de agosto de 2012

La puerta de entrada y el camino dejan de tener sentido, cuando lo qué se busca está a la vista. (I)


Robert no sabía que hora era, ni cuanto había dormido. Las pesadillas habían sido constantes en sus sueños, pero algo había cambiado en él. Ahora cuando un monstruo lo acechaba, Robert era consciente de su sueño y huía volando hacia el cielo, donde nadie podía molestarlo. Ni siquiera las nubes o los pájaros. Luego volvía a caer en la inconsciencia y se repetían las pesadillas. Robert apartó el montón de sabanas que lo tapaban. Se sentía bien consigo mismo por primera vez en mucho tiempo. Era una criatura libre. Sabía que tenía que sobrevivir pero no tenía miedo. Los hechos acontecidos en los días anteriores, lo habían liberado. El mundo era distinto y debía adaptarse al cambio.

Decidió que era el momento de volver a por comida. No le daba miedo encontrarse con sus depredadores. Ahora sabía que podían morir igual que los demás. En poco tiempo sus pensamientos se habían vuelto más compactos. Más rotundos. No se molestaba en pensar “¿Y si…?” No. Algo dentro de él permanecía inalterable. No se permitía tener miedo, ni compadecerse de si mismo. No se lo permitía, porque suponía un lujo que ya no existía.

 Plantearse la vida de la forma que uno quiera. Evadirse de la realidad, pensando que la vida puede ser de otra forma. Ya no existían esas realidades. El presente era crudo y no había tiempo de ensoñaciones en la mente de Robert, pues suponía dejar de vivir para siempre. Ni siquiera se preguntaba si en realidad lo que le pasaba era que estaba en estado de shock, o si había perdido el juicio. No se cuestionaba nada. Simplemente actuaba para sobrevivir. Ahora debía procurarse víveres para poder refugiarse como un animal.

 Bajó las escaleras mecánicas con la idea de ir a un restaurante distinto donde poder conseguir alimentos. Con suerte, los frigoríficos todavía conservarían la comida en buen estado. El problema era encontrar latas en conservas y ese tipo de comidas que duraban más tiempo. Ni siquiera se molestaba en lo pegajoso y entumecido que tenía el cuerpo, la ropa estaba totalmente adherida a su piel. Un impulso superior lo alentaba desde dentro, como si de un autómata se tratase. Decidió quitarse la ropa de nuevo. “demasiado pegajosa. Limita mis movimientos y necesito ser ágil contra esos cabrones” se dijo a si mismo. Se quito la ropa en pleno centro comercial y la sensación de exhibicionismo junto con aquel morbo de lo prohibido, alimentaron su nueva afición a la cruda soledad y la supervivencia.

Continuó caminando alerta, con los cinco sentidos puestos en aquel silencio casi desquiciante. Vestido únicamente con sus calzoncillos y un cuchillo de cocina, sus ideales como artista marcial tomaban un significado distinto y sus éticas sociales, se disolvían poco a poco.

 De repente escuchó un ruido y, como si de un animal salvaje se tratase, se escondió casi instintivamente. Esperó agazapado entre una hilera de camisetas de una de las tiendas que quedaba abierta en la planta baja. Cuchillo en mano, tenía claro que si veía uno de aquellos locos, él no sería la presa, sino el cazador. Su pulso se aceleró cuando escuchó el silencio. No había nada ahí, pero se sentía observado. ¿Y sí conservaban la inteligencia aquellos degenerados? ¿Y si eran más listos que él? Desterró la idea de la cabeza cuando vio a tres de ellos andando como animales. Les babeaba la boca. No cabía duda de que eran depredadores. No hacían ruido, pero no parecían muy inteligentes. Eran como alimañas, carroñeros.

Robert decidió emprender una acción temeraria. Una insana curiosidad lo impulsaba desde el fondo de su ser. Cuando estos dieron la espalda al lugar donde permanecía escondido Robert, éste se acercó hacia el más retrasado de los tres y le clavó el cuchillo en la cabeza hasta hundir completamente la empuñadura. Los otros dos se giraron de inmediato con expresión lobezna. A Robert le azotó la adrenalina cuando descubrió que no podía sacar el cuchillo del cráneo del monstruo y los otros dos se acercaban hacia él. Una valentía enfermiza lo impulsó a lanzarse contra ellos. No tenía nada que perder.

Únicamente eran animales luchando por sobrevivir. Ellos eran más fuertes, pero Robert era más inteligente. El primero se abalanzó contra él y Robert lo evadió buscándole la espalda. Lo derribó al suelo y después barrió con una patada al otro. Antes de que el primero se levantase, le aplastó varias veces el plexo solar con el talón hasta sentir un crujido y un ligero hundimiento del pié. La sangre brotó de la boca del monstruo a borbotones, emitiendo un gruñido mientras se ahogaba en su propia sangre. El otro se acercó por la espalda y lo tiró al suelo. Robert reaccionó rápidamente y antes de que este lo mordiera, le rompió el cuello con un tremendo crujido. Echó a un lado el cuerpo y fue a comprobar el primer cuerpo. No se movía. Quizá le había roto el esternón o producido una parada cardíaca.

No eran zombis al fin y al cabo. Podían sangrar y morir como cualquier otro ser humano. Estaban infectados. Quizá había una cura y simplemente eran enfermos. Pero Robert dudaba de que hubiera médicos suficientes y competentes para descubrir la cura para dicho virus. No había culpa en sus emociones. Simplemente una razón más para no tener miedo. Aquellas cosas morían fácilmente y además carecían de organización. Pensó Robert mientras desincrustaba el cuchillo del cráneo de su primera victima. La sangre se veía viscosa y negruzca. ¿Cómo era posible que alguien pudiese caminar sin que le latiese el corazón? Sin duda aquel virus era algo extraordinario. Pensó Robert.

Continuó su marcha hasta un restaurante cercano. No se atrevía a volver al mismo de la otra vez, pues no le había gustado el servicio. Tenía sed. Mucha sed. Salió al exterior del complejo y se acercó al puesto de restauración más cercano. Era un chiringuito al aire libre, por lo que registrarlo sería más seguro. Entro dentro del recinto y examinó el frigorífico.

Había montones de refrescos en lata. Casi sin ser dueño de sus actos, abrió la primera que su mano alcanzó a asir y se la bebió de un trago, sintiendo como el azúcar y la cafeína recorrían todo su cuerpo. Las burbujas de aquel gas le produjeron un dolor placentero en la garganta. Pero el placer duró poco. No tenía tiempo que perder. Comida, víveres, reservas. Tenía que encontralas a como diese lugar y volver a su refugio. En los escaparates de aquel chiringuito, había trozos de pizza mohosos. Robert comprendió que necesitaría una bolsa o algo para poder transportar mayor cantidad de suministros. Por suerte, había una tienda de calzados justo al lado.

La puerta estaba abierta y eso no le hizo ninguna gracia a Robert. Entró con cuidado. Todo estaba oscuro mientras él caminaba con cautela. Su oído era mejor aliado que sus ojos en aquel momento. “cojo la bolsa y me voy” Dijo tratando de tranquilizarse a si mismo. Sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y vio que el lugar estaba puesto patas arriba. No lo pensó dos veces y salió del lugar. Demasiado estrecho, demasiado oscuro. Había sido un imprudente al salir a por comida sin nada con que cargarla. Se reprendió a si mismo por ello.

Decidió volver a dentro del centro comercial y buscar alguna maleta de viaje o algo grande con ruedas. Justo al entrar, encontró una tienda de deportes a mano izquierda y decidió hacer un alto para cambiarse el calzado. Registró con cuidado el almacén y nadie lo molestó mientras buscaba el número 45 para unas zapatillas carísimas con cámara de aire. Eran ligeras, material resistente y una cámara de aire que le permitiría correr grandes distancias si fuera necesario, haciendo que sus rodillas sufriesen lo menos posible.

 Una vez puestas y probadas para cerciorarse de  que no le venían ni demasiado grandes ni demasiado pequeñas, se miró en el espejo y le dio un vuelco el corazón. Estaba tan sucio que parecía uno de ellos. En pocos día, su aspecto y su vida habían cambiado. Se había convertido en una alimaña que luchaba por sobrevivir como lo haría una rata. No le importaba, debía adaptarse al medio y a su nueva vida. No había lugar ni para sus modales, ni para nada que fuese absurdo y antinatural. Los modales no le salvarían la vida.

Se despidió de su reflejo y buscó las bolsas de deportes. Encontró una bien grande donde podría meter todos los refrescos. Sacó los papeles arrugados dentro de ésta, se la colgó al hombro y salió de nuevo a buscar una maleta con ruedas para la comida. Justo enfrente de aquella tienda, Robert se dio cuenta de que había un corte Inglés, el lugar perfecto para encontrar todo lo que quisiera.

Al parecer el lugar disponía de generadores de emergencia, por lo que las luces continuaban encendidas. Anduvo con cuidado y vislumbró a lo lejos dos cabezas que se alzaban alertadas. Un grito espantoso, hizo que sus nervios estallasen. Tres horribles monstruos salieron a su encuentro. Uno de ellos era una mujer completamente desnuda y con pequeño brazo todavía adherido a sus dientes. Robert volvió a calzarse su traje mental de alimaña y corrió hacia sus agresores, como si de un loco cansado de la vida se tratase.

Un cuarto individuo lo embistió desde uno de sus laterales y lo tiró al suelo. Tratando de desenvolverse rápidamente de aquel abrazo mortal, antes de que los otros tres se uniesen al festín en el que se había convertido Robert, una idea cruzó su mente. ¿Para que luchar? ¿No sería mejor unirse al curso de la naturaleza y convertirse en uno de ellos? Imposible. Aquellos engendros no querían un adepto más en aquella arraigada y macabra secta. Solo buscaban alimentarse.

Justo en el último segundo, Robert seccionó el cuello con el cuchillo del que estaba encima suyo y se debatió cortando los tendones de los tobillos de los demás. La supervivencia era su mejor arma. La desesperación, el aliento que animaba su alma. Con un alarido inhumano, agarró a uno de sus caníbales compañeros por las piernas y lo lanzó a varios metros en el aire a la vez que se levantaba. Se percató  entonces de que tres infectados más se acercaban hacia él con rostros famélicos.

 Una vez de pie, el tiempo se dilató en los ojos de Robert. Dos de los 4 agresores estaban en el suelo arrastrándose hacia él, otro yacía desangrado junto a éstos y el último se debatiá entre unas cuantas camisetas que se había posado en su cabeza, tras estamparse contra un escaparate de camisetas cortas. Un último vistazo rápido antes de ser alcanzado por el resto de la comitiva carnívora, le hizo percatarse de un detalle perturbador: había una barricada justo a los pies de las escaleras mecánicas.

 Volvió a lanzarse contra sus agresores con un grito de bravura. Nunca más sería una presa. Él sería siempre el cazador, el depredador. Algo lo agarró de la pierna y su arranque triunfal fue truncado, haciéndolo caer de morros al suelo. Sintió un dolor contundente en la nariz y la cabeza. Trató de levantarse pero le fue imposible. Todo le daba vueltas y le faltaba el aire. Estaba perdido. En su confusión y aturdimiento, sintió unas manos que lo asian fuertemente y un aliento caliente en la nuca. Era el final.

            -¡Llegó el lecheroo! –Dijo una voz humana con cierto carraspeo. Fue todo lo que Robert pudo escuchar como si de un sueño se tratase.







*                     *                      *




-¡Olga, deprisa! –Apremió Saito, tratando de mantenerse tranquilo.

Ikari había comenzado a moverse y a emitir gemidos extraños. Saito no sabría afirmar si eran gemidos de dolor o si estaba teniendo alguna pesadilla, pero fuera cual fuera el motivo, significaba que Ikari se despertaría pronto. Olga llegó como una bala seguida por Oscar. Ambos traían el semblante casi desencajado. Los nervios estaban a flor de piel y cualquier sobresalto hacia que sudasen estrés. Ambos casi se precipitaron contra Ikari, hasta ponerse de rodillas junto a Padre e hijo.

-¿Se está despertando?- Preguntó Oscar, totalmente fuera de contexto. La pregunta fue respondida por el sonido del viento y una bola de paja imaginaria que era transportado por este, mientras hacía “chof, chof, chof”. Había vuelto a quedar en ridículo delante de su novia.

Los movimientos de Ikari comenzaron a ser más bruscos y violentos, convirtiéndose en espasmos. Sus gemidos ahora eran un solo alarido gutural, que no auguraba nada bueno. A Saito se le congeló la idea de que su hijo estuviese convirtiéndose en uno de ellos. O peor aun, en el demonio sanguinario que vio por primera vez en aquel fatídico parque. Casi mecido por un impulso, sujetó a su hijo de los hombros, mientras miraba a Olga esperando que le ayudase.

-Es una crisis nerviosa o un ataque de epilepsia. Tenemos que evitar que se trague o muerda la lengua. Rápido Oscar trae un par de mantas. –Dijo Olga muy decidida.

-¿Epilepsia? Pero si mi hijo no ha tenido nunca epilepsia señorita Olga, ¿Qué está pasando? –Preguntó Saito totalmente asustado.

-No soy medico, Señor Saito. Pero debemos evitar que se haga daño mientras tiene estas convulsiones. Sujételo mientras Oscar trae las mantas. Tenemos que inmovilizarlo para evitar que se lesione. Voy a ir a por los calmantes. Le inyectaré algún relajante muscular o algo que lo tranquilice.- Y salió corriendo hacia la cocina.

-Aquí tiene las mantas Saíto. Vamos a envolverlo como una momia. –Dijo Oscar totalmente fuera de lugar otra vez. Por un momento pensó que su comentario había enfurecido a Saito. Pero éste lo miro sonriendo.

-Tiene usted buen humor hasta en situaciones extremas. Nunca pierda esa habilidad, es un don más que valioso. –Dijo éste, mientras envolvían a Ikari para inmovilizarlo.

Olga apareció como un relámpago, puso una cuchara de madera de forma horizontal dentro de la boca de Ikari y éste la mordió fuerte mente mientras continuaba aullando extrañas onomatopeyas.  Acto seguido llenó una jeringa con el líquido que había dentro de un frasco. Le dio unos golpecitos con el dedo e inyectó en el brazo del convulsivo el tranquilizante. Al cabo de unos segundos interminables para Saito, Ikari dejó de moverse. Olga acercó su oreja a la nariz de éste y comprobó que respiraba.

-Ya ha pasado todo, de momento. Parece que duerme tranquilamente. –Dijo Olga tratando de tranquilizar a Saito.

-Habrá sido una pesadilla.- Dijo Oscar. Inmediatamente, Olga lo fulminó con una mirada que lo dejó tieso y le hizo sentirse realmente mal. Se había comportado como un crio y merecía esa mirada recriminatoria de su novia. Empezó a sentir vergüenza de si mismo y agachó la cabeza.

-Yo pensaba lo mismo. Este hijo mio... Es cabezota y bruto hasta para tener pesadillas… ¿De quien lo habrá heredado? –Dijo saito, haciendo que la tensión se disipase. Los tres rieron a carcajadas, sin perder el respeto hacia la persona que permanecía convaleciente.





*                     *                      *




-Uuhh! UuhhH! Muere hijo de mil puta… -Decía una voz grave. Casi parecía fingida, cómica. Con cierto acento sudamericano, que también parecía fingido. –Eiuhhh… Ueihhhh… -Eran como gemidos de un enfermo cachondo mientras violaba a una cabra con ojos desorbitados. Era algo gracioso de verdad y Robert no pudo evitar abrir los ojos y mirar que era lo que pasaba. La cabeza le dolía horrores y su boca le sabía a sangre. Estaba en el suelo y justo frente a él, había un hombre barbudo y con pelo desaliñado. Complexión robusta y unas piernas dotadas de unos gemelos potentísimos que estaban aplastando el cráneo de uno de aquellos engendros.

Aquel personaje, parecía disfrazar sus nervios con humor. Un humor negro totalmente destornillante, que hacía que la situación pareciese incluso divertida. Y lo estaba consiguiendo. Robert se llevó las manos a la nariz y supo al instante que estaba rota. Pero no le importó en absoluto. Aquel espectáculo era algo digno de ver. ¿Se había vuelto loco de verdad? Se preguntó a sí mismo. Se acercó a aquel hombre que le había salvado la vida, incapaz de aguantarse la risa.

-¿pero tio, que cojones… -

-¡Hostias, hostias!- Aquel hombre corpulento le lanzó un puñetazo en la cara que lo hizo retorcerse de dolor en el suelo. Su nariz ya estaba bastante destrozada y aquel golpe había terminado de rematarlo. –¡Morid cabrones, voy a follarme todos vuestros cadáveres!- Se paró en seco antes de rematar a Robert. –Eh, eh, eh… espera un momento ¿has hablado? Tío… más te vale hablar o te abro la cabeza y te la dejo como si fuera un melón en la nevera de mi colega.

Robert escupió un diente seguido de babas ensangrentadas.

-Incluso me habías caído bien y todo… -Se limpió la sangre de la boca con su antebrazo.

-¡Joder, joder! Perdona tío. ¿Est… estás bien? –Preguntó con una sinceridad y preocupación muy humanas. –Espera, te ayudaré a levantarte. –Cogió su brazo izquierdo y lo paso por su nuca mientras su otro brazo lo rodeaba de la cintura. –Vamos, arriba tío, tenemos que salir de aquí cagando leches. –Dijo mientras lo levantaba y le ayudaba a caminar.

Ambos se acercaron a la barricada. Robert comenzó a sentirse realmente mal. Su cuerpo empezaba a pasarle factura. Se hizo a un lado y vomito mientras la visión se le nublaba.

-¡Wuo, wuo! Tranquilo tío. ¡La cuerda! –Gritó mirando hacia arriba, mientras posaba una mano tranquilizadora en la espalda convulsiva de Robert. –Tranquilo, tranquilo échalo todo, te sentirás mejor. –Una cuerda con un arnés bajo por el hueco de las escaleras mecánicas. Aquel hombre la cogió y atrajo a Robert hacia ella. –Vamos, sube tu primero. Allí te atenderán. –Le puso el arnés y miró como Robert subía lentamente, todavía convulsionándose. –Tenemos un nuevo vecino. –Dijo mirando a las alturas.

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lunes, 23 de julio de 2012

El Secreto (III)

Lo quisiera o no, Saito sabía que algo estaba apunto de ocurrir. Algo oscuro se cernía contra la inestable tranquilidad que había reinado en aquellos días. Sabía que únicamente era un descanso para lo que estaba por venir. Su ser interno le decía que esto no era el final, si no el principio de algo. Algo de lo que prepararse y estar alerta.

Al cabo de unos minutos volvieron a parecer los enamorados. Portaba cada uno un tazón lleno de café. Al parecer Olga tenía un campin-gas en su casa y aprovechó para hacerle un café a su novio con una de las cafeteras antiguas. Era un derroche, pero todo era poco para celebrar que Oscar había vuelto. Saito había permanecido todo el tiempo pensativo. Oscar se sentó frente a él y lo sacó de sus pensamientos.

-Y digame señor Saito, Práctica usted algún tipo de arte marcial ¿Cómo se llama ese que usan espadas…Kendo?

-El Kendo sirve para competir hoy en día. Para mí solo existe un arte marcial.

-Pero existen muchas artes marciales diferentes. En el ejercito por ejemplo, nos enseñan Krav maga y conocco compañeros del trabajo que practicaban Vale-tudo, kick boxing y Muai thai. –Dijo Oscar algo confundido. Pensó que quizá Saito era algún tipo de fanático y que para él únicamente su arte marcial era el real y verdadero. Era la oportunidad para ponerlo entre las cuerdas y quedar bien delante de su novia. –No se puede estar cerrado a un solo estilo. Hay que complementarse. Cada estilo de combate tiene sus cosas buenas.

-Estoy de acuerdo con usted. Para mí solo existe un arte marcial, porque creo que los seres humanos solo pueden luchar de una manera. Existiría otro estilo si un humano tuviese tres brazos o tres piernas. Pero todos podemos golpear de la misma manera porque tenemos los mismos miembros. Usted mismo lo ha dicho. Sus compañeros “practicaban” Valetudo. Incorporaban los golpes que se enseñan en ese arte a su cuerpo. Pero su cuerpo no hace Valetudo. Su cuerpo golpea como le han enseñado. –Dijo Saito acompañando la frase de una sonrisa.

-Pero si a mi me enseñan a luchar al estilo del Valetudo y a usted al estilo del karate, lucharemos de maneras distintas ¿no? –Preguntó Oscar.

-Aunque ambos practiquemos Karate, lucharemos de distinta manera, pero ambos daremos golpes con nuestros brazos y piernas. Es nuestra mente y cuerpo, quienes hacen el estilo con el que luchamos.

-¿Y cual es el arte marcial que usted práctica? ¿Por qué usan espadas en una época tan moderna?

-La espada purifica el espíritu. Un arma de fuego no. –Sentenció tajante Saito.

-Pero si usted viene con un sable y yo le disparo desde un balcón no hay posibilidad de que se defienda. No creo que cerrarse a lo antiguo sea algo bueno. ¡Hay que estar abierto a todo, hombre! –Dijo Oscar con tono de compañerismo. Estaba satisfecho, la batalla había concluido y él era el vencedor. Saito asintió sonriendo. Parecía complacido.

-Estoy de acuerdo con usted. Me temo que mis pensamientos son un poco anticuados. Ya soy algo mayor. En cambio usted es todavía joven y fresco. No hay más que ver esos brazos, ¡Pobre de mí si le hago enfadar!  –Ambos echaron a reír. Incluso Olga que no entendía muy bien de que hablaban también rio. Oscar comprendió entonces que en la conversación el único que estaba librando un duelo era él mismo. La risa disipó de nuevo cualquier mal pensamiento de su mente. Se dio cuenta entonces de que realmente el duelo había sido siempre entre su inseguridad y él mismo.

-¡Cómo es este hombre! –Dijo Olga todavía riendo. Luego miró a Oscar con ternura. -¿Sabes, Oscar? Saito me dijo que vendrías. Mantuvo mi esperanza. Yo creía que Si no habías venido ya… quizá era porque te había ocurrido algo. –Bajó la mirada al suelo. -Con vosotros aquí me siento bien. Siento que no todo está perdido. Puede que no sea el fin del mundo a pesar de todo.

-Pues claro que no cariñet. –Oscar le agarró las manos con ternura. –Estamos juntos y no voy a dejar que te pase nada malo. No sé que nos deparará el futuro, pero saldremos adelante. –Miró a Saito y a su hijo que permanecía tendido en el suelo, tapado con una manta. –Los cuatro.

-¿Pero y que pasará después Oscar? ¿A dónde iremos, Cómo viviremos? –Preguntó Olga.

-Aquí estamos a salvo de momento. Quizá deberíamos levantar una barricada en la escalera para mayor seguridad. Pero hay un supermercado justo aquí abajo. Tenemos provisiones para años si las conseguimos subir suficientes y es más difícil sufrir un asalto en un lugar alto. –Dijo su novio totalmente convencido. -¿Qué opina usted, Señor Saito?

Saito hizo una pausa y adoptó un semblante pensativo sujetándose el mentón con la mano izquierda. Era un hombre dado a pensar en el presente y no en planificar el futuro. No había tenido tiempo de plantearse cual era su situación y la de su hijo.

-Es un lugar fácil de defender, pero difícil para escapar. Yo pensaba refugiarme en las montañas con Ikari. Pero ahora no sé que pensar. Si tenéis intención de quedaros aquí, debemos pensar tanto en la defensa como en la huida.

-No había pensado en la posibilidad de buscar otro lugar. La huida puede ser de muchas maneras. Si colocamos una cuerda en la galería podríamos acceder al piso de abajo o incluso a la terraza del primer piso del edificio y escapar por allí. –Dijo Oscar satisfecho.

-Para eso deberíamos tener aseguradas todos los pisos donde posiblemente nos refugiaríamos en caso de huida. Y deberíamos disponer del piso de abajo como posible segunda residencia, con suministros y herramientas para acceder al piso de arriba, porque una vez abandonásemos el último piso no podríamos volver a subir en caso de invasión. Eso conllevaría mucho trabajo y esfuerzo además de un riesgo, si tenemos que registrar cada casa. Estoy seguro de que la mayoría de ellas no están vacías. –Saito quedó en silencio, todavía meditabundo. Oscar lo miró y se dio cuenta de que sería una tarea difícil.

A Oscar le dio miedo el pensar en entrar casa por casa a registrarlas. La idea de encontrarse cara a cara con uno de aquellos “zumbados” le aterraba. Ya sabía que era lo que podían hacer y no quería acabar así sus días. La idea de dejar que Saito registrase solo el edificio entero, surcó su cabeza acudiendo a la llamada de miedo y evasión que pedían sus emociones. Casi como el que le dice a su madre “Ve tu mama, que a mi me da miedo”. Inmediatamente se quitó la idea de la cabeza y se culpó por ser tan cobarde. Sus miedos siempre habían estado ahí después de todo. El ejército no había hecho nada para superarlos. Únicamente lo habían evadido de la realidad de su forma de ser. Sin duda el fin del mundo era una ocasión perfecta para enfrentarse a sus miedos.

-Prepararé la comida. Seguro que pensamos mejor con el estomago lleno. Tenemos que coger fuerzas por lo que veo. Tenemos mucho que hacer. –Dijo Olga rompiendo el silencio.

-Espera, que te ayudo. No soporto estar sin hacer nada. –Dijo Oscar adentrándose en la cocina, sujetando a su novia por la cintura.

Saito volvió a quedarse solo. Estaba apunto de ponerse a pensar más detalladamente como debería de ser el operativo para tener un plan de huida, cuando de repente Ikari emitió un gemido.

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lunes, 16 de julio de 2012

El secreto (II)

-No sabe cuanto se lo agradezco señor Saíto. Me alegra pensar que mi novia estaba en buena compañía. –Dijo Oscar, tratando de hacer una reverencia con la cabeza. -Justo cuando agachó la cabeza, se fijó en la katana que guardaba en su regazo Saito y todo empezó a cobrar sentido en su cabeza. -No puede ser… ¡Es imposible!

-¿Qué es imposible cariño? –Preguntó desconcertada Olga.

-¿Es usted quien ha matado a todos esos… monstruos del parque, se defendió de ellos únicamente con ese sable? –Oscar no cabía de asombro. Se había imaginado que el autor de semejante barbarie, no podía ser sino un hombre enorme y sin escrúpulos, con algún que otro trastorno mental. Saito lo observaba con una mirada etrusca. Nunca había visto a alguien mirar con esos ojos que parecían una ventana hacia un océano de determinación infinita.

-¿Por qué le sorprende tanto? –Preguntó desinteresadamente.

-¿Qué por qué? En aquel parque había cuerpo partidos completamente por la mitad. Usted tiene una espalda ancha, pero se necesitaría tener un cuerpo y una fuerza descomunal para poder cortar de esa manera huesos y carne por igual. Cuando observé aquella matanza, imaginaba  que debería de haberlo hecho un hombre enorme. Pero no le veo a usted capaz de semejante barbarie.

-Y dígame señor Oscar… ¿Acaso usted no hubiese hecho lo mismo, si su novia estuviese en peligro, no hubiera adquirido un fuerza semejante con tal de salvarla? –La pregunta dejó fuera de juego a Oscar, quien solamente pudo asentir, embriagado de admiración y reconocimiento.

-Es usted mi héroe a partir de ahora. –Dijo, pero fue interrumpido por una sonrisa y una señal que desmerecía su cumplido.

-En realidad, no fui yo. Quien merece el merito ante tal salvajismo que usted aplaude, fue mi hijo. Yo apenas abatí a un tercio de aquellos cadáveres que usted vio en el parque.
 -¿Cómo? Amigo… Sois mis hereos a partir de ahora. ¡Es surrealista! –Volvió a decir, señalándolo con el dedo de la mano derecha. Saito entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas diminutas. Y Oscar palideció al pensar que lo había ofendido al señalarlo. –Perdóneme, siento si lo he…

-¿Qué le ha ocurrido a su dedo meñique? –Preguntó tajante, sin dejar a Oscar que acabase la frase. Éste se llevó la mano a su regazo y trató de esconderla. No supo que decir, pues se sintió profundamente observado. Cada reacción era observada por Saito y sentía como si lo enfocasen con una potente luz que dejaba ver todos sus defectos sin posibilidad de ocultarlo.

-Yo… Esto… Em… Tuve que cortármelo para atraer la atención de los monstruos y permitir que Olga y su padre escapasen. Supuse que la sangre los atraería ¡Y dio resultado! –Saito lo observó por un momento más y después afirmó con la cabeza en silencio. Había colado. Decirle a alguien que es capaz de defenderse con un sable, contra toda una jauría de “Zumbados”, que un niño le había pillado por sorpresa y le había arrancado el dedo de un solo mordisco, sería quedar en ridículo. No, él era un militar y también era valiente. Era un guerrero igual que el ¡o más! Pues había tenido que estar tres días aislado, con la única esperanza de reunirse con su novia.

-Es un alivio. –Dijo finalmente Saito.

-¿Un alivio, a qué se refiere? –Preguntó Oscar.

-El señor Saito tiene la teoría de que las personas que nos atacan están bajo un virus o poseídas por un demonio que trajeron las ratas. Y creo que tiene razón, pues ninguno de los aquí presentes fue mordido por las ratas y conservamos la cordura todavía. Es un alivio que tu herida se deba a un corte y no a una mordedura de alguno de esos caníbales retorcidos, porque si no, significaría que puedes estar contagiado con el mismo virus que los hace enloquecer. –Respondió Olga.

Oscar palideció de pronto. Fue un gesto imperceptible para Olga, pero Saito lo vio. Vio la mentira en sus ojos. Pero no podía hacer nada. Al fin y al cabo, si no se había contagiado ya, quizá significaba que el virus no era tan contagioso. Quizá el tipo de sangre influía en como se desarrollaba el virus, o quizá era una persona inmune a dicho virus. Pensó Saito.

-¿Qué estas tratando de decirme, que esas cosas son zombis y que si te muerden te conviertes en uno de ellos? –Dijo Oscar irónicamente, tratando de borrar de su cara, la palidez que esta había adoptado de repente ante tal noticia.

-No lo sé, cariño. No lo sé. ¿Sientes fiebre o malestar? No tengo ni idea de cuales pueden ser los síntomas. Si en estos tres días no has sentido nada, quizá es porque el virus no se puede contagiar entre personas.

-El único malestar que siento, es que me duele a rabiar. Tuve que cerrarme la herida con pólvora y no sé que es peor, el escozor de la quemadura, o el dolor que me produce el muñón que tengo por dedo.

-Trae aquí y déjame ver. ¿¡A quien se le ocurre cortarse un dedo!? Eres un cafre, Oscar. No tienes remedio. –Dijo Olga, como quien regaña a su niño pequeño. A Oscar le encantaba que le hablase así su novia. Era un tono de reprimenda tan cargado de dulzura y amor, que le hacía sentir como un niño desprotegido. Le ayudaba a evadirse de la cruda verdad que había descubierto. Estaba infectado. Él lo sabía, pero porque no había presentado síntomas hasta ahora, era algo totalmente desconocido para él. Se abandonó a los cuidados de Olga y no quiso pensar más en el tema.

-No le regañe señorita Olga. Lo que hizo su novio es digno de admiración. Una idea excelente. Además, fue muy inteligente de su parte, amputarse el dedo meñique. Ya nadie usa ese dedo para nada. -Oscar rio de buena gana. Ahora parecía que el asunto estaba totalmente suavizado y Saito lo había hecho quedar como un héroe delante de su novia.

-Hay que cambiar el vendaje de ese dedo enseguida o se te infectará. Vamos al baño, allí tenemos todo un arsenal de medicinas. –Dicho esto, los dos enamorados se adentraron en el oscuro pasillo de la casa. Por fin todo había acabado. A partir de ahora, pasara lo que pasara, estarían juntos y… posiblemente, morirían juntos. Eso era suficiente para ellos dos, pues no deseaban otra cosa desde que se conocieron. Al fin y al cabo no cambiaba nada. Nacer separados y morir juntos. Daba igual el como para ellos.

El silencio y la penumbra inundaron la sala de estar donde Saito permanecía sentado de rodillas en el suelo. Sumido en sus pensamientos, no quiso dejarse llevar por la sospecha. Su ser interno y él, se habían distanciado desde que Ikari fue abatido. Saito se culpaba por no haber podido impedirlo. Culpaba a su ser interno de no haberle avisado. ¿De qué le servía ahora que le avisara de algún peligro, cuando el mayor de todos, que era perder a su hijo, no había sido advertido?

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lunes, 9 de julio de 2012

El secreto (I)

-Pensaba que nunca volvería a verte. ¿Donde has estado estos tres días? –Preguntó como quien recrimina a su marido por volver de fiesta borracho.

Oscar contó su historia con pelos y señales. Añadía también la parte en que mataba a un puñado de críos a sangre fría para sobrevivir, pues había decidido no ocultarle nunca nada más a su novia. Se sentía tan feliz, tan eufórico. Era una sensación que no podía describir. La sensación de llegar al hogar, el dulce hogar. Oscar sabía que su hogar, estaría allí donde estuviese Olga.

Pero el motivo por el cual, aquel hombre asiático se encontraba junto a Olga, todavía estaba sin resolver. Aquel hombre lo observaba y algo en su mirada le inspiraba un profundo respeto, pero Oscar no sabía explicar muy bien cual era el motivo. Escuchó toda la historia de Oscar en silencio, solemne. Sin preguntar nada, sin juzgarlo. Olga, para descanso de su novio, tampoco lo había juzgado cuando le contó que había matado a niños. Al contrario, se alegró de que no se dejase llevar por ningún código ético y sobreviviese al precio que fuese para volver a encontrarse con el.

-¿Dónde está Pepe? –Preguntó Oscar entonces, cuando hubo terminado de exponer su historia.

Un silencio incomodo se adueñó del lugar y no hicieron falta las palabras. Abrazó a su novia y esta rompió a llorar.

-Me ha dejado Oscar, mi padre se ha ido para siempre. Ellos se lo llevaron. –Dijo sollozando. –Esos malditos cerdos lo mataron sin piedad. -No pudo seguir hablando. Las imágenes se abotargaban en su mente, atormentándola.

-¿Qué pasó cuando nos separamos? –Preguntó su novio.

-Llegamos a casa sin que nadie nos persiguiese. Pero justo cuando llegamos al sexto piso… -Hizo una pausa para recobrar fuerzas. –Yo iba primero y no me dí cuenta. Solo escuché una puerta que se abría tras de mi, mientras subía las escaleras. Cuando me giré mi padre ya no estaba. La puerta estaba entre abierta pero no se veía nada. –Comenzó a sollozar. -Todo estaba oscuro. Lo único que escuché fue como si alguien manipulase una substancia viscosa. Después un grito de algo que no era humano. Me asusté y tuve miedo. –Volvió a romper a llorar desconsoladamente. Oscar la abrazó para consolarla, pero no había consuelo para Olga. Completamente deshecha en lágrimas gritó. – ¡Lo abandoné, Oscar! ¡Le dejé solo mientras se lo comían! Solo pude correr para refugiarme en casa antes de que me comieran a mí también. ¡Lo abandoné cuando más me necesitaba mi padre!

No pudo seguir hablando. Su estado de nervios era ya demasiado grande y Oscar no quería presionarla para que siguiera rememorando aquella pesadilla.

-Eh… No debes sentirte culpable cariño. Tu padre no hubiese querido que te pasara nada malo. Él se sacrificó por ti. Tú no hiciste nada malo. Hiciste lo que debías hacer. –Dijo, tratando de consolarla. Pero Olga no paraba de negar una y otra vez con la cabeza, empapada en lágrimas.

Oscar sufría al saber todo lo que había tenido que pasar su novia. Sufría por su suegro Pepe, al que había tenido mucho cariño. Sufría porque hace unos días no sabía que sería la última vez que se verían las caras. Ahora Pepe ya no estaba. Era estremecedor pensar en eso. El mundo estaba loco. Un día estas como siempre y al día siguiente desapareces. Pensó.

Pero la historia todavía le cuadraba menos cuando pensaba qué narices pintaba un chino en todo este asunto. ¿Cómo había llegado hasta la casa de su novia? Entonces vio que aquel hombre, estaba sentado justo al lado de un bulto en el suelo. Era una persona y parecía profundamente dormida. Oscar agudizó la vista y vio que sus rasgos también eran asiáticos y parecía más joven que el hombre que custodiaba su descanso. No pudo soportar la duda. Sabía que no era el momento y que Olga necesitaba consuelo y no más preguntas y recuerdos. Pero quizá cambiar de tema le ayudaría algo.

-Perdona que te lo pregunte así. Ya sé que no es el momento pero… ¿Quiénes son esos dos? ¿Por qué está durmiendo ese joven? ¿Está enfermo? ¿No será uno de “ellos”, verdad? –Las preguntas fueron casi escupidas. Sin pensar. La duda era demasiado grande y demasiado incoherente. Dos chinos en la casa de su novia. Peor aun, su novia atrapada en su casa con dos chinos.

Las sospechas o dudas fueron disueltas por la risa de Olga. Su novio se sintió profundamente orgulloso de ella. Estaba claro que Olga no dejaría de luchar contra sus emociones. Luchaba contra ella misma, contra el dolor, contra el miedo al cambio que la atenazaba por dentro. Su risa era un pequeño triunfo. Su figura difuminada por la oscura habitación, con el semblante envuelto en lágrimas y tratando de reír y sobre ponerse, hicieron que el amor hacia Olga, se desbordase dentro del pecho de Oscar.

-Ellos son nuestros vecinos de al lado. La culpa es mía por no presentaros. –Volvió a reír mientras se secaba las lágrimas, haciendo acopio de fuerzas por sobreponerse y no preocupar a su novio. –Anda que no eres bruto ni nada. Preguntarlo así tan bruscamente. Él es Saito y el que está tumbado… -Olga volvió a cambiar de humor. –Es su hijo… -Dijo con la voz entrecortada, apunto de vencer la batalla contra el llanto.
Oscar, que no acababa de entender por qué a Olga le cambiaba tan rápidamente el humor, se levantó y fue a estrecharle la mano a Saito. Este con un gesto solemne y esbozando lo que parecía una sonrisa, le estrechó la mano a la vez que agachaba la cabeza repetidas veces como reverencia.

-Perdón por mi falta de tacto. No sabía que pensar… je… je… -Dijo Oscar tratando de disculparse y evocar un “buen rollito”. Saito simplemente le sonrió y volvió a inclinar la cabeza. –Mucho gusto Saíto. Gracias por cuidar de mi novia. No sé como agradecérselo.
           
-No hay nada que agradecer. Soy yo el que está en deuda con ustedes. De no ser por su novia, ahora mi hijo estaría muerto. –Dijo este con una mascara de sonrisa por careta, mientras en la habitación solo se escuchaban los sollozos de Olga.

-¿Cómo? ¿Qué pasó Olga? Hay algo que no me has contado. ¿Qué le pasa a su hijo?

Olga parecía sobreponerse del llanto. Se notaba que intentaba sacar fuerzas por ser fuerte. Por no llorar como una cría por todo lo que le estaba pasando. El recuerdo de aquel día era casi tan doloroso como el recuerdo del día anterior, donde abandonó a su padre.
-Yo no le salvé la vida… Estuve… Estuve a punto de matarlo. Pensaba que era uno de ellos. Todavía recuerdo como saltaban desde los balcones para atraparnos en nuestra huida con el coche. Tu mismo los viste Oscar. –Dijo mirando a su novio, tratando de encontrar aprobación en su mirada.- Después de perder a mi padre, perdí toda noción de tiempo. Me encontraba sola completamente. Con un rifle que mi padre me había dado en el coche antes de subir a casa. No sabía si el edificio estaba lleno de aquellos seres o si vendrían a por mí. Dormía y lloraba. Lloraba y dormía. Entonces apareció ese pobre chico en mi balcón y me dije “ya están aquí. “ Cuando quise darme cuenta, ya había disparado casi sin mirar. Entonces oí una voz humana. La de este señor. –Dijo señalando a Saito. –“No disparéis, no estamos infectados” decía una y otra vez. Yo no entendía muy bien que significaba, pero enseguida me di cuenta de que eran personas. Que no estaba sola al fin y al cabo. –Su rostro pareció relajarse y desvió su mirada hacia la persona que yacía tumbada en la habitación. -Y hasta entonces no he podido hacer otra cosa que tratar de salvarle la vida a este muchacho. Y dar las gracias por tener compañía, aunque ojalá hubiese sido en otras circunstancias.

-¿Pero es grave? –Preguntó Oscar, cuando terminó de escuchar todo lo que su novia le decía.

-Por suerte, solo le alcancé en un hombro. Ni siquiera tiene el hueso roto. Es milagroso. La bala entró y salió limpiamente. Pero ha perdido mucha sangre y todavía sigue inconsciente. No tenemos goteros, ni forma alguna para darle de comer y que se recupere. Solo podemos esperar que se despierte pronto y pueda ingerir algún alimento. De lo contrario significará que a caído en coma y sin las herramientas necesarias, poco podemos hacer por él. –Sus ojos volvieron a humedecerse. Pero hizo una mueca extraña y consiguió tragarse la pena. –Ojala se recupere pronto. No me lo perdonaría si al final muere por mi culpa.

-Fue un accidente totalmente comprensible. Usted estaba sola y asustada. Lo ha cuidado lo mejor que ha podido, señorita Olga. Eso es suficiente. No puede hacer más por muy triste que usted se ponga. –Dijo Saito mirando a su hijo. –Es fuerte. Lo sé. Siempre lo ha sido. Se recuperará pronto, ya lo verá.

Las palabras de Saito eran un bálsamo para Olga, quien había desarrollado un profundo respeto por éste.

-Eso espero, señor Saito… Eso espero. ¡Y deje de llamarme “señorita”! ¿Cuántas veces se lo tengo que repetir? Puede llamarme Olga a secas. –Saito asintió con la cabeza con una sonrisa.

-Lo que usted diga, señorita Olga. A. Secas. –Dijo Saito con una reverencia. Para ser asiático, no parecía tener apenas acento extranjero. Su español era perfecto y su pronunciación, exquisita.

Olga se echó a reír y Oscar también. Aquel hombre no parecía albergar maldad alguna y se sintió tranquilo de que alguien así, tan respetable, encontrase a Olga y se quedase a su lado como compañía. “Lástima que se hayan conocido de esta forma”- Se dijo a si mismo.

-Todos los días me dice lo mismo y yo siempre me hecho a reír como una estúpida. El señor Saito ha sido muy amable conmigo. –Le dijo a su novio. –Y además es muy valiente. Se atrevió a bajar solo hasta la carpa de salvamente que hay justo aquí abajo, para coger medicamentos para su hijo. Y además me trajo un bote de ansiolíticos, ¡Imagínate como me vio de nerviosa! –Se echó a reir de nuevo. El ambiente parecía volverse agradable y ameno cuando Saito había intervenido en la conversación. Todas las penas se disiparon. Cuando aquel hombre abrió la boca, las penas y los sufrimientos, parecían carecer de valor.

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