martes, 28 de agosto de 2012

La puerta de entrada y el camino dejan de tener sentido, cuando lo qué se busca está a la vista. (I)


Robert no sabía que hora era, ni cuanto había dormido. Las pesadillas habían sido constantes en sus sueños, pero algo había cambiado en él. Ahora cuando un monstruo lo acechaba, Robert era consciente de su sueño y huía volando hacia el cielo, donde nadie podía molestarlo. Ni siquiera las nubes o los pájaros. Luego volvía a caer en la inconsciencia y se repetían las pesadillas. Robert apartó el montón de sabanas que lo tapaban. Se sentía bien consigo mismo por primera vez en mucho tiempo. Era una criatura libre. Sabía que tenía que sobrevivir pero no tenía miedo. Los hechos acontecidos en los días anteriores, lo habían liberado. El mundo era distinto y debía adaptarse al cambio.

Decidió que era el momento de volver a por comida. No le daba miedo encontrarse con sus depredadores. Ahora sabía que podían morir igual que los demás. En poco tiempo sus pensamientos se habían vuelto más compactos. Más rotundos. No se molestaba en pensar “¿Y si…?” No. Algo dentro de él permanecía inalterable. No se permitía tener miedo, ni compadecerse de si mismo. No se lo permitía, porque suponía un lujo que ya no existía.

 Plantearse la vida de la forma que uno quiera. Evadirse de la realidad, pensando que la vida puede ser de otra forma. Ya no existían esas realidades. El presente era crudo y no había tiempo de ensoñaciones en la mente de Robert, pues suponía dejar de vivir para siempre. Ni siquiera se preguntaba si en realidad lo que le pasaba era que estaba en estado de shock, o si había perdido el juicio. No se cuestionaba nada. Simplemente actuaba para sobrevivir. Ahora debía procurarse víveres para poder refugiarse como un animal.

 Bajó las escaleras mecánicas con la idea de ir a un restaurante distinto donde poder conseguir alimentos. Con suerte, los frigoríficos todavía conservarían la comida en buen estado. El problema era encontrar latas en conservas y ese tipo de comidas que duraban más tiempo. Ni siquiera se molestaba en lo pegajoso y entumecido que tenía el cuerpo, la ropa estaba totalmente adherida a su piel. Un impulso superior lo alentaba desde dentro, como si de un autómata se tratase. Decidió quitarse la ropa de nuevo. “demasiado pegajosa. Limita mis movimientos y necesito ser ágil contra esos cabrones” se dijo a si mismo. Se quito la ropa en pleno centro comercial y la sensación de exhibicionismo junto con aquel morbo de lo prohibido, alimentaron su nueva afición a la cruda soledad y la supervivencia.

Continuó caminando alerta, con los cinco sentidos puestos en aquel silencio casi desquiciante. Vestido únicamente con sus calzoncillos y un cuchillo de cocina, sus ideales como artista marcial tomaban un significado distinto y sus éticas sociales, se disolvían poco a poco.

 De repente escuchó un ruido y, como si de un animal salvaje se tratase, se escondió casi instintivamente. Esperó agazapado entre una hilera de camisetas de una de las tiendas que quedaba abierta en la planta baja. Cuchillo en mano, tenía claro que si veía uno de aquellos locos, él no sería la presa, sino el cazador. Su pulso se aceleró cuando escuchó el silencio. No había nada ahí, pero se sentía observado. ¿Y sí conservaban la inteligencia aquellos degenerados? ¿Y si eran más listos que él? Desterró la idea de la cabeza cuando vio a tres de ellos andando como animales. Les babeaba la boca. No cabía duda de que eran depredadores. No hacían ruido, pero no parecían muy inteligentes. Eran como alimañas, carroñeros.

Robert decidió emprender una acción temeraria. Una insana curiosidad lo impulsaba desde el fondo de su ser. Cuando estos dieron la espalda al lugar donde permanecía escondido Robert, éste se acercó hacia el más retrasado de los tres y le clavó el cuchillo en la cabeza hasta hundir completamente la empuñadura. Los otros dos se giraron de inmediato con expresión lobezna. A Robert le azotó la adrenalina cuando descubrió que no podía sacar el cuchillo del cráneo del monstruo y los otros dos se acercaban hacia él. Una valentía enfermiza lo impulsó a lanzarse contra ellos. No tenía nada que perder.

Únicamente eran animales luchando por sobrevivir. Ellos eran más fuertes, pero Robert era más inteligente. El primero se abalanzó contra él y Robert lo evadió buscándole la espalda. Lo derribó al suelo y después barrió con una patada al otro. Antes de que el primero se levantase, le aplastó varias veces el plexo solar con el talón hasta sentir un crujido y un ligero hundimiento del pié. La sangre brotó de la boca del monstruo a borbotones, emitiendo un gruñido mientras se ahogaba en su propia sangre. El otro se acercó por la espalda y lo tiró al suelo. Robert reaccionó rápidamente y antes de que este lo mordiera, le rompió el cuello con un tremendo crujido. Echó a un lado el cuerpo y fue a comprobar el primer cuerpo. No se movía. Quizá le había roto el esternón o producido una parada cardíaca.

No eran zombis al fin y al cabo. Podían sangrar y morir como cualquier otro ser humano. Estaban infectados. Quizá había una cura y simplemente eran enfermos. Pero Robert dudaba de que hubiera médicos suficientes y competentes para descubrir la cura para dicho virus. No había culpa en sus emociones. Simplemente una razón más para no tener miedo. Aquellas cosas morían fácilmente y además carecían de organización. Pensó Robert mientras desincrustaba el cuchillo del cráneo de su primera victima. La sangre se veía viscosa y negruzca. ¿Cómo era posible que alguien pudiese caminar sin que le latiese el corazón? Sin duda aquel virus era algo extraordinario. Pensó Robert.

Continuó su marcha hasta un restaurante cercano. No se atrevía a volver al mismo de la otra vez, pues no le había gustado el servicio. Tenía sed. Mucha sed. Salió al exterior del complejo y se acercó al puesto de restauración más cercano. Era un chiringuito al aire libre, por lo que registrarlo sería más seguro. Entro dentro del recinto y examinó el frigorífico.

Había montones de refrescos en lata. Casi sin ser dueño de sus actos, abrió la primera que su mano alcanzó a asir y se la bebió de un trago, sintiendo como el azúcar y la cafeína recorrían todo su cuerpo. Las burbujas de aquel gas le produjeron un dolor placentero en la garganta. Pero el placer duró poco. No tenía tiempo que perder. Comida, víveres, reservas. Tenía que encontralas a como diese lugar y volver a su refugio. En los escaparates de aquel chiringuito, había trozos de pizza mohosos. Robert comprendió que necesitaría una bolsa o algo para poder transportar mayor cantidad de suministros. Por suerte, había una tienda de calzados justo al lado.

La puerta estaba abierta y eso no le hizo ninguna gracia a Robert. Entró con cuidado. Todo estaba oscuro mientras él caminaba con cautela. Su oído era mejor aliado que sus ojos en aquel momento. “cojo la bolsa y me voy” Dijo tratando de tranquilizarse a si mismo. Sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad y vio que el lugar estaba puesto patas arriba. No lo pensó dos veces y salió del lugar. Demasiado estrecho, demasiado oscuro. Había sido un imprudente al salir a por comida sin nada con que cargarla. Se reprendió a si mismo por ello.

Decidió volver a dentro del centro comercial y buscar alguna maleta de viaje o algo grande con ruedas. Justo al entrar, encontró una tienda de deportes a mano izquierda y decidió hacer un alto para cambiarse el calzado. Registró con cuidado el almacén y nadie lo molestó mientras buscaba el número 45 para unas zapatillas carísimas con cámara de aire. Eran ligeras, material resistente y una cámara de aire que le permitiría correr grandes distancias si fuera necesario, haciendo que sus rodillas sufriesen lo menos posible.

 Una vez puestas y probadas para cerciorarse de  que no le venían ni demasiado grandes ni demasiado pequeñas, se miró en el espejo y le dio un vuelco el corazón. Estaba tan sucio que parecía uno de ellos. En pocos día, su aspecto y su vida habían cambiado. Se había convertido en una alimaña que luchaba por sobrevivir como lo haría una rata. No le importaba, debía adaptarse al medio y a su nueva vida. No había lugar ni para sus modales, ni para nada que fuese absurdo y antinatural. Los modales no le salvarían la vida.

Se despidió de su reflejo y buscó las bolsas de deportes. Encontró una bien grande donde podría meter todos los refrescos. Sacó los papeles arrugados dentro de ésta, se la colgó al hombro y salió de nuevo a buscar una maleta con ruedas para la comida. Justo enfrente de aquella tienda, Robert se dio cuenta de que había un corte Inglés, el lugar perfecto para encontrar todo lo que quisiera.

Al parecer el lugar disponía de generadores de emergencia, por lo que las luces continuaban encendidas. Anduvo con cuidado y vislumbró a lo lejos dos cabezas que se alzaban alertadas. Un grito espantoso, hizo que sus nervios estallasen. Tres horribles monstruos salieron a su encuentro. Uno de ellos era una mujer completamente desnuda y con pequeño brazo todavía adherido a sus dientes. Robert volvió a calzarse su traje mental de alimaña y corrió hacia sus agresores, como si de un loco cansado de la vida se tratase.

Un cuarto individuo lo embistió desde uno de sus laterales y lo tiró al suelo. Tratando de desenvolverse rápidamente de aquel abrazo mortal, antes de que los otros tres se uniesen al festín en el que se había convertido Robert, una idea cruzó su mente. ¿Para que luchar? ¿No sería mejor unirse al curso de la naturaleza y convertirse en uno de ellos? Imposible. Aquellos engendros no querían un adepto más en aquella arraigada y macabra secta. Solo buscaban alimentarse.

Justo en el último segundo, Robert seccionó el cuello con el cuchillo del que estaba encima suyo y se debatió cortando los tendones de los tobillos de los demás. La supervivencia era su mejor arma. La desesperación, el aliento que animaba su alma. Con un alarido inhumano, agarró a uno de sus caníbales compañeros por las piernas y lo lanzó a varios metros en el aire a la vez que se levantaba. Se percató  entonces de que tres infectados más se acercaban hacia él con rostros famélicos.

 Una vez de pie, el tiempo se dilató en los ojos de Robert. Dos de los 4 agresores estaban en el suelo arrastrándose hacia él, otro yacía desangrado junto a éstos y el último se debatiá entre unas cuantas camisetas que se había posado en su cabeza, tras estamparse contra un escaparate de camisetas cortas. Un último vistazo rápido antes de ser alcanzado por el resto de la comitiva carnívora, le hizo percatarse de un detalle perturbador: había una barricada justo a los pies de las escaleras mecánicas.

 Volvió a lanzarse contra sus agresores con un grito de bravura. Nunca más sería una presa. Él sería siempre el cazador, el depredador. Algo lo agarró de la pierna y su arranque triunfal fue truncado, haciéndolo caer de morros al suelo. Sintió un dolor contundente en la nariz y la cabeza. Trató de levantarse pero le fue imposible. Todo le daba vueltas y le faltaba el aire. Estaba perdido. En su confusión y aturdimiento, sintió unas manos que lo asian fuertemente y un aliento caliente en la nuca. Era el final.

            -¡Llegó el lecheroo! –Dijo una voz humana con cierto carraspeo. Fue todo lo que Robert pudo escuchar como si de un sueño se tratase.







*                     *                      *




-¡Olga, deprisa! –Apremió Saito, tratando de mantenerse tranquilo.

Ikari había comenzado a moverse y a emitir gemidos extraños. Saito no sabría afirmar si eran gemidos de dolor o si estaba teniendo alguna pesadilla, pero fuera cual fuera el motivo, significaba que Ikari se despertaría pronto. Olga llegó como una bala seguida por Oscar. Ambos traían el semblante casi desencajado. Los nervios estaban a flor de piel y cualquier sobresalto hacia que sudasen estrés. Ambos casi se precipitaron contra Ikari, hasta ponerse de rodillas junto a Padre e hijo.

-¿Se está despertando?- Preguntó Oscar, totalmente fuera de contexto. La pregunta fue respondida por el sonido del viento y una bola de paja imaginaria que era transportado por este, mientras hacía “chof, chof, chof”. Había vuelto a quedar en ridículo delante de su novia.

Los movimientos de Ikari comenzaron a ser más bruscos y violentos, convirtiéndose en espasmos. Sus gemidos ahora eran un solo alarido gutural, que no auguraba nada bueno. A Saito se le congeló la idea de que su hijo estuviese convirtiéndose en uno de ellos. O peor aun, en el demonio sanguinario que vio por primera vez en aquel fatídico parque. Casi mecido por un impulso, sujetó a su hijo de los hombros, mientras miraba a Olga esperando que le ayudase.

-Es una crisis nerviosa o un ataque de epilepsia. Tenemos que evitar que se trague o muerda la lengua. Rápido Oscar trae un par de mantas. –Dijo Olga muy decidida.

-¿Epilepsia? Pero si mi hijo no ha tenido nunca epilepsia señorita Olga, ¿Qué está pasando? –Preguntó Saito totalmente asustado.

-No soy medico, Señor Saito. Pero debemos evitar que se haga daño mientras tiene estas convulsiones. Sujételo mientras Oscar trae las mantas. Tenemos que inmovilizarlo para evitar que se lesione. Voy a ir a por los calmantes. Le inyectaré algún relajante muscular o algo que lo tranquilice.- Y salió corriendo hacia la cocina.

-Aquí tiene las mantas Saíto. Vamos a envolverlo como una momia. –Dijo Oscar totalmente fuera de lugar otra vez. Por un momento pensó que su comentario había enfurecido a Saito. Pero éste lo miro sonriendo.

-Tiene usted buen humor hasta en situaciones extremas. Nunca pierda esa habilidad, es un don más que valioso. –Dijo éste, mientras envolvían a Ikari para inmovilizarlo.

Olga apareció como un relámpago, puso una cuchara de madera de forma horizontal dentro de la boca de Ikari y éste la mordió fuerte mente mientras continuaba aullando extrañas onomatopeyas.  Acto seguido llenó una jeringa con el líquido que había dentro de un frasco. Le dio unos golpecitos con el dedo e inyectó en el brazo del convulsivo el tranquilizante. Al cabo de unos segundos interminables para Saito, Ikari dejó de moverse. Olga acercó su oreja a la nariz de éste y comprobó que respiraba.

-Ya ha pasado todo, de momento. Parece que duerme tranquilamente. –Dijo Olga tratando de tranquilizar a Saito.

-Habrá sido una pesadilla.- Dijo Oscar. Inmediatamente, Olga lo fulminó con una mirada que lo dejó tieso y le hizo sentirse realmente mal. Se había comportado como un crio y merecía esa mirada recriminatoria de su novia. Empezó a sentir vergüenza de si mismo y agachó la cabeza.

-Yo pensaba lo mismo. Este hijo mio... Es cabezota y bruto hasta para tener pesadillas… ¿De quien lo habrá heredado? –Dijo saito, haciendo que la tensión se disipase. Los tres rieron a carcajadas, sin perder el respeto hacia la persona que permanecía convaleciente.





*                     *                      *




-Uuhh! UuhhH! Muere hijo de mil puta… -Decía una voz grave. Casi parecía fingida, cómica. Con cierto acento sudamericano, que también parecía fingido. –Eiuhhh… Ueihhhh… -Eran como gemidos de un enfermo cachondo mientras violaba a una cabra con ojos desorbitados. Era algo gracioso de verdad y Robert no pudo evitar abrir los ojos y mirar que era lo que pasaba. La cabeza le dolía horrores y su boca le sabía a sangre. Estaba en el suelo y justo frente a él, había un hombre barbudo y con pelo desaliñado. Complexión robusta y unas piernas dotadas de unos gemelos potentísimos que estaban aplastando el cráneo de uno de aquellos engendros.

Aquel personaje, parecía disfrazar sus nervios con humor. Un humor negro totalmente destornillante, que hacía que la situación pareciese incluso divertida. Y lo estaba consiguiendo. Robert se llevó las manos a la nariz y supo al instante que estaba rota. Pero no le importó en absoluto. Aquel espectáculo era algo digno de ver. ¿Se había vuelto loco de verdad? Se preguntó a sí mismo. Se acercó a aquel hombre que le había salvado la vida, incapaz de aguantarse la risa.

-¿pero tio, que cojones… -

-¡Hostias, hostias!- Aquel hombre corpulento le lanzó un puñetazo en la cara que lo hizo retorcerse de dolor en el suelo. Su nariz ya estaba bastante destrozada y aquel golpe había terminado de rematarlo. –¡Morid cabrones, voy a follarme todos vuestros cadáveres!- Se paró en seco antes de rematar a Robert. –Eh, eh, eh… espera un momento ¿has hablado? Tío… más te vale hablar o te abro la cabeza y te la dejo como si fuera un melón en la nevera de mi colega.

Robert escupió un diente seguido de babas ensangrentadas.

-Incluso me habías caído bien y todo… -Se limpió la sangre de la boca con su antebrazo.

-¡Joder, joder! Perdona tío. ¿Est… estás bien? –Preguntó con una sinceridad y preocupación muy humanas. –Espera, te ayudaré a levantarte. –Cogió su brazo izquierdo y lo paso por su nuca mientras su otro brazo lo rodeaba de la cintura. –Vamos, arriba tío, tenemos que salir de aquí cagando leches. –Dijo mientras lo levantaba y le ayudaba a caminar.

Ambos se acercaron a la barricada. Robert comenzó a sentirse realmente mal. Su cuerpo empezaba a pasarle factura. Se hizo a un lado y vomito mientras la visión se le nublaba.

-¡Wuo, wuo! Tranquilo tío. ¡La cuerda! –Gritó mirando hacia arriba, mientras posaba una mano tranquilizadora en la espalda convulsiva de Robert. –Tranquilo, tranquilo échalo todo, te sentirás mejor. –Una cuerda con un arnés bajo por el hueco de las escaleras mecánicas. Aquel hombre la cogió y atrajo a Robert hacia ella. –Vamos, sube tu primero. Allí te atenderán. –Le puso el arnés y miró como Robert subía lentamente, todavía convulsionándose. –Tenemos un nuevo vecino. –Dijo mirando a las alturas.

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