sábado, 5 de mayo de 2012

Preámbulo (I)


El despertador no consiguió sobresaltar a Ikari, pues había desarrollado una curiosa habilidad con los años. Sus ojos se abrían exactamente 5 segundos antes que el despertador sonase. De modo que solo tenía que contar hasta cinco y alargar la mano para apagar instantáneamente el despertador de su móvil. Un segundo más tarde, saltaba de su cama cual gato y se ponía a hacer cien flexiones con cada brazo, apoyando solamente un dedo en el suelo.

Aquel lunes 24 de noviembre, no era como cualquier otro lunes. Hoy también debían ir a practicar al dojo Saito y él. Con la diferencia de que posiblemente muchos de sus compañeros estarían mordidos, muertos o desaparecidos por la catástrofe de las ratas. Algunos incluso estarían refugiados en sus casas todavía. Pero Ikari no tenía ninguna intención de faltar a su práctica matinal. Bastante con que el día después del ataque, Saito y él no habían podido ir al dojo, interrumpiendo cualquier actividad que no fuera estar en casa esperando a que llegase el fin del mundo. Aquel día se demostraría quienes eran realmente dignos de recibir las enseñanzas secretas de la técnica Sakusei shita ken. Pensaba Ikari, mientras realizaba sus flexiones cambiando al brazo izquierdo.

Saito ya estaba despierto mucho antes de que el despertador de Ikari sonara. Todas las mañanas se levantaba a las cinco de la mañana para ir a correr. Hacía unos diez kilómetro tal y como su abuelo le había dicho que hiciese, cuando aún era un niño que vivía feliz en su tierra natal. Después se duchaba y esperaba en estado contemplativo a que los demás miembros de su familia se despertasen.

Hacer los ejercicios secretos en el bulevar de Valencia, no era lo mismo que correr por los montes de su amado Japón, pero Saito sabía bien que él lugar era irrelevante. Lo único que importaba cuando salía a correr, era despertar al ser interno y dejarse llevar por el, entrando en un estado de trance totalmente mágico.

Aquel era uno de los ejercicios secretos que solo los maestros de cada generación, conocían y podían practicar. Se trataba de unos aparentemente sencillos ejercicios de respiración, mientras daba las primeras zancadas. Si las respiraciones se realizaban de forma rigurosa y sin perder la concentración, el maestro entraba en un estado de trance, donde su ser interno, tomaba las riendas del cuerpo de este. Las maravillas que se pueden lograr cuando se está bajo este estado de conciencia, son infinitamente increíbles. Pero la función del ejercicio no era saltar 4 metros o alcanzar los setenta kilómetros/hora a puro sprint. El verdadero logro consistía en poder dominar o alargar este estado, hasta que el sujeto así lo desease.

El abuelo de Saito, le había contado alguna vez junto al fuego, historias sobre ciertos monjes que corrían durante veinticuatro horas, sin apenas perder el aliento. Para eso servía precisamente el ejercicio. Para dominar ese estado y poder alargarlo a voluntad. Pues no solamente lograr entrar en dicho estado era un logro increíble. Correr aunque fuese un minuto en dicho estado, sin ser perturbado por nada, era algo que solo los maestros más consumados podían sentir. Si se lograba dominar dicho estado de conciencia, él maestro tenía prohibido mencionarlo a alguien que no fuese aquel a quien se le debe transmitir el secreto llegado el momento. Tampoco se podía usar dicha técnica para uso personal y mucho menos para hacer daño a la gente. Únicamente se permitía utilizar dicho estado, en momentos de vida o muerte de un ser querido o en su defecto, durante alguna batalla. Pero claro, en pleno siglo veintiuno, ya no existían las batallas campales a punta de espada.

Saito disfrutaba de ese momento íntimo y de paz absoluta, cuando acababa de ducharse y se ponía a meditar en su salón. El mundo en esos momentos todavía quedaba dormido y no se escuchaba más que algún ruido pasajero. El fresco de la mañana y las calles todavía a oscuras, transportaban a Saito a un mundo de gozo y serenidad, donde nadie podía molestarle. Después su hijo se unía a su meditación sin hacer el más mínimo ruido. Era algo que Saito amaba. Ver como su hijo seguía los pasos de la familia y los recorría a grandes zancadas, cada vez más cerca de su nivel y su destreza, hacía que se esfumasen, los fantasmas que le hicieron huir de su amado Japón.

Y así, como cada mañana, el sol aparecía tímidamente mientras padre e hijo, permanecían inmutables practicando la meditación. Ambos parecían estatuas inmóviles, en posición de loto, hasta que su madre se despertaba para hacer el desayuno a eso de las ocho de la mañana.

-Mmmmff… -Bostezó Santsa, que apareció en el salón ignorando a marido e hijo. –Buenos dias estatuillas de carne. ¿Café o Té? –Preguntó como cada día, sin obtener respuesta. A Santsa le encantaba ver como padre e hijo disfrutaban el uno del otro. Verlos tan unidos, le proporcionaba un sentimiento indescriptible de felicidad. Ella no cambiaría su familia por nada del mundo.

Se dirigió a la cocina y preparó Té verde para los hombres de la casa. A ella le gustaba más tomar un buen tazón de café con leche. En Japón no era muy normal desayunar café con leche, pero España era un mundo distinto lleno de sal y azúcar. A Santsa le encantaban las cosas dulces. No podía resistirse a los pasteles Europeos. Su preferido era la tarta de queso. Nunca había podido probarlo hasta que llego a España.

-Buenos días cielo. ¿Has dormido bien?  –Le preguntó su marido irrumpiendo en la cocina minutos después, con esa mirada llena de alegría, a pesar de su rostro inmutable.

-Sabes que me encanta dormir abrazada a mi esposo. Nunca podría dormir mejor amor mio. –Le dijo ella abrazándolo con ternura.

En ese momento entró Midori con aquella pequeña cicatriz en el cuello. La herida ya se había curado del todo, pero aquellas marcas jamás desaparecerían de su rostro. Tenía los ojos semi-cerrados por el sueño y con un gesto casi imperceptible, saludó a sus padres, cogió un tazón con leche caliente y se fue al comedor a ver la tele mientras desayunaba.

-Desde que le mordió aquel  vampiro no ha vuelto a ser la misma. Creo que se está transformando en uno de ellos. Cualquier día nos chupará la sangre mientras dormimos –Dijo Ikari que se había cruzado con su hermana al entrar en la cocina.

-No digas esas cosas Ikari. Esas bromas no hacen gracia. Debemos estar agradecidos porque salimos sanas y salvas del ataque. Otros no tuvieron tanta suerte. Si Midori tiene que vivir con esa cicatriz en el cuello toda la vida, contra antes le ayudemos todos a superarlo, mucho mejor. –Le replicó su madre mientras él se servía el té verde todavía humeante.

-Tienes razón… Pero es que no soporto verla así. Cada vez está más encerrada en sí misma desde lo ocurrido con las ratas… Me preocupo por mi hermana.

-Eres un buen hermano. –Dijo Saito apoyando una mano tranquilizadora en el hombro de su hijo. -No te preocupes, Midori solo necesita un tiempo para asimilar todas esas sensaciones horribles que debió de sentir aquellos instantes. Ya se le pasará. –Dijo muy seguro de si mismo.

Todos tomaron asiento en los sofás del salón, mientras miraban las noticias. Misteriosamente, internet no funcionaba y los telediarios no volvieron a mencionar nada sobre las ratas, ni los desaparecidos tras el ataque. Dijeron que se había producido un fallo en el sistema de navegación y que pronto se arreglaría internet. Pero desde el ataque de las ratas, habían pasado ya cuatro días e internet continuaba sin funcionar.

En la televisión todo eran noticias superficiales. No hablaban sobre otros países. Era algo extraño, pero lo hacían de forma tan sutil, que casi nadie se dio cuenta del cambio informativo que se había realizado en las cadenas de televisión. La mayoría de la gente estaba buscando a familiares desaparecidos o tratando de superar el miedo a salir a la calle para ir a trabajar. Algunos todavía pensaban que el fin del mundo estaba cerca y que las ratas solo era un aviso. En ciertos lugares se respiraba todavía un aire de tensión y paranoia colectiva, mientras que en la mayoría de los sitios la gente ya se había curado de las mordeduras y no le daban más importancia a lo ocurrido. Únicamente se preocupaban de recuperar los días atrasados en el trabajo y restablecer sus vidas. El mundo había vuelto a la normalidad. O eso quería hacer creer los medios de comunicación.

La familia terminó el desayuno y cada cual volvió a sus quehaceres. Saito e Ikari prepararon sus cosas para ir a practicar al dojo, mientras que Midori se iba a la universidad y Santsa se quedaba en casa para mantener el hogar limpio. Era una mujer tradicional en muchos aspectos, salvo en su pasión por los dulces europeos. Por lo demás era un ama de casa muy dedicada a su labor en sus funciones como mujer y madre de la familia.

Cuando todos se fueron y ella se quedó sola en casa, sintió que todo volvía a ser como antes y que nada podría separarla de su familia. Para ella, el ataque de las ratas ya estaba superado gracias al amor de su marido y de sus hijos.

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