martes, 15 de mayo de 2012

Realizar la iluminación es como la luna que se refleja en la sangre caliente. La luna no se mancha, ni la sangre se perturba. (II)

        Los había olido. Sabía que algo suculento se ocultaba tras esos arboles. Cada vez estaba más cerca, olfateando frenéticamente. Saito permaneció todavía más inmóvil si cabe, sin despegar la mirada de aquel ser repugnante. Si era necesario pelearía hasta la muerte contra cientos de ellos con tal de darle una oportunidad a su hijo. Pero justo cuando aquel monstruo estaba debajo de ellos, se escuchó un disparo a lo lejos. Todos los zombis de alrededor giraron sus cabezas al unísono. El ruido significaba comida. Los gules que se encontraban dentro del parque, gritaron y se pusieron a correr hacia el lugar del disparo.

            En pocos segundos la plaza quedó desierta, con un silencio mortuorio envolviendo cada esquina de la calle. A lo lejos se escucharon entonces, abominables gritos y luego más disparos. Saito lo escuchaba todo como un mero observador. No le importaba si todavía quedaban supervivientes, solo queria salvar a su hijo y ese era el mejor momento. Debía despertarlo como fuera.


            Ikari se movió casi inperceptiblemente. Abrió los ojos para alivio de Saito y se incorporó pesadamente sin mediar palabra. Parecía aturdido y miraba desconfiado en todas direcciones.

            -Gracias a los dioses. ¿Cómo te encuentras hijo mio? –Susurró. Pero no obtubo respuesta. Su hijo todavía se encontraba en estado de shock. Posiblemente no volvería a hablar jamas. Aunque Saito confiaba en su hijo. Era fuerte y se recuperaría pronto. –Bien, esto es lo que vamos a hacer. Debemos llegar hasta casa. Allí estaremos a salvo y a penas nos separan unos quinientos metros. –Dijo mientras buscaba en el bolsillo de su pantalón y sacaba unas llaves. –Cogelas Ikari. Tu iras primero y yo te cubriré las espaldas.

            -¿Quién es usted? –Preguntó asustado en japones.

            -¿No me reconoces? Soy tu padre. Reacciona por favor. –Los temores de Saito se hacían realidad. Su hijo tardaría todavía unos días en recuperarse. Un tiempo con el que Saito no contaba. –Hijo mio… Sé que son momentos dificiles, pero debes ser fuerte. Sé que ha debido de ser duro, ver lo que le han hecho a Ukiko, pero debemos irnos a casa. Allí estaremos a salvo. Ya no podemos hacer nada por ella hijo mío.

            -¿U-ki-ko…? –Balbuceó Ikari. Las horribles imágenes de lo sucedido aquella misma tarde azotaron su mente sin piedad. Aquella ultima imagen de su novia totalmente aterrada, en apuros y sin oportunidad de salvación. La mente de Ikari no pudo soportarlo y algo explotó dentro de su cabeza, incapaz de soportarlo todo de golpe. -¡¡¡UKIKOO!!! –Gritó ensordeciendo a su padre. Sus ojos estaban abiertos como platos y su mandibula abierta de una manera casi inhumana. -¡¡¡UKIKOOO!!!

- No grites o nos descubriran. –Dijo saito tratando de taparle la boca. Pero ya era demasiado tarde. Un rugido que provenía de un par de manzanas de distancia lo confirmó todo. – Maldita sea, ya vienen. ¡Ikari por lo que más quieras reacciona! Tenemos que irnos ¡Ya!

            Ikari no dejaba de gritar desgarradoramente. Había perdido el juicio definitivamente. Pensó Saito. No había escapatoria y no se iria de este mundo sin hacer una buena limpieza antes. No le quedaba otra opción. Pelearía hasta la muerte con tal de darle una oportunidad a su hijo.

            -Adios, hijo mio. –Lo miró por última vez y sin pestañear bajó del arbol desenfundando su katana y esperando a que la muerte llegase.

            No quería ver como mataban a su hijo mientras seguía gritando, de modo que mataría a todos los que pudiera antes de morir.

            El parque quedó totalmente abarrotado de aquellos seres. Saito estaba en paz consigo mismo. Cerró los ojos y utilizó la técnica secreta por la que había estado entrenando durante años. El tiempo parecía dilatarse. Veía acercarse a los zombis a cámara lenta, mientras él los aniquilaba a una velocidad vertiginosa. Lo atacaban por todas partes, pero no se dejaría amedrentar. Sus movimientos eran fáciles de interceptar para los experimentados ojos de Saito. Uno se abalanzó sobre él desde su espalda, y Saito lo dejó pasar creando un vacio haciendo que tropezase con el filo de su espada. Otro lo siguió desde su derecha y Saito continuó la circunferencia de su espada ascendente mente, partiendolo en dos de abajo hacia arriba.

            Cada vez había más y más. Saito los cortaba de tres en tres, dejaba un espacio libre y continuaba cortando carne. En un momento dado, se vió totalmente rodeado por una muralla de carne y dientes. Entonces se abrió camino cortando piernas. Su unica manera de escapar era pasar por debajo de aquellas alimañas, segando piernas y más piernas. Uno de ellos al caer lo cogió por el brazo y saito le propinó un corte en la axsila, quedandose con el brazo cercenado todavía agarrandolo con fuerza. Con un golpe seco, logró que el brazo saliese disparado en dirección a uno de sus atacantes. Consiguió un poco de espacio donde continuar peleando, pero incluso aquellos a los que le había cortado las extremidades inferiores, continuaban acercandose hacia el arrastrandose por el suelo.

            Saito nisiquiera podía ver el arbol donde estaba su hijo. Todo lo que le rodeaba eran uñas y dientes. Una maraña de manos que ansiaban sus intesinos. Cada movimiento se convertía en algo perfecto. Podía sentir la presencia incluso de aquellos que se aproximaban por su espalda. Saito estaba envuelto en placer. A pesar de que estaba rodeado y de que no podría aguantar mucho más tiempo, su mente estayaba de gozo al sentirse unido al ser interno. Esto era lo que debieron de sentir sus antepasados cuando entregaban sus vidas en el campo de batalla. Se sentía ligero como una pluma. Sus movimientos eran tan rapidos que no sentía esfuerzo alguno.

            -¡Aguanta papá! –gritó una voz a lo lejos, sin desconcentrar a Saito que ya sabía perfectamente quien era. Ikari despertó de su enajenación, escuchando sus propios gritos. Algo dentro suyo recobró la conciencia y se vio a si mismo gritando. Era una situación desconcertante hasta la médula. Al ver a su padre entre aquella maraña de diablos, solo pudo que correr en su ayuda. Se abrió camino en la retaguardia de los monstruos, cuya única mirada estaba centrada en Saito. Ni siquiera se giraban para ver quien los mataba. Poco a poco Ikari abrió una brecha entre aquella cantidad ingente de personas. Era como tratar de ponerse en primera fila a base de estocadas, en un concierto de Heavy Metal.
            -¿Tienes las llaves? –Preguntó Saito sin vacilar ni un momento en sus mortales acometidas.

            -¡Las tengo! ¡Rápido, todavía llegan más! –Gritó Ikari mientras no dejaba títere con cabeza.

            -¡Ikari, Corre! Yo te alcanzo. –Dijo su padre, sumergiendose de lleno en el oleaje de infectados.

            Ikari se abrió paso hasta la salida del parque. Solo pensaba en correr sin detenerse hasta llegar a su casa. Había luna llena y eso le facilitaba mucho las cosas. Correr a ciegas significaba la posibilidad de tropezar estrepitosamente.

            Depredadores que jamás había conocido, lo seguían de cerca. Eran rapidos como demonios. Ikari tenía el pelo de la nuca erizado. Jamás había sentido tanto miedo. No era lo suficientemente rápido como para escapar de ellos. Le pisaban los talones, recordando distancia a cada zancada. No se molestó en darse la vuelta y girar la cabeza. Tansolo corrió más deprisa. No sabe como lo hacía pero algo dentro de él le daba las fuerzas necesarias para correr más y más rápido. Un par de sombras lo esperaban al otro lado de la larga avenida y en la acera de enfrente, otras tantas se unían a la persecución. Una se acercó peligrosamente por su derecha cruzando la calle. Ikari la repelió con un corte seco en el cuello, dejando la figura atrás. Esta hizo que las bestias que lo seguían a la carrera por la espalda tropezasen e interrumpiesen su persecución. Pero ese era el menor de los problemas de Ikari, pues unos cuantos se le acercaban de frente corriendo enloquecidos. Uno de ellos saltó energicamente hacia el para arroyarlo, pero Ikari consiguió apartarse. Entonces el resto de bestias que quedaban delante suyo se avalanzaron contra él.

            Fue un segundo eterno. Ikari podía apreciar como el monstruo más cercano se le echaba encima cada vez más cerca sin poder remediarlo. Quizá todo había terminado. No había tiempo para una estocada. Estaba demasiado cerca. 

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